El Estado del malestar

Congreso de los Diputados
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El funcionamiento interno de la gran mayoría de los Estados europeos está basado en ideologías comunistas que fueron impuestas de forma definitiva después de la Segunda Guerra Mundial como medida preventiva contra el posible resurgimiento del fascismo. En España, el modelo fascista-católico se mantuvo hasta que, en la llamada Transición, los reformistas políticos, herederos de los revolucionarios comunistas previos a la guerra civil, consiguieron establecer la socialdemocracia, que es, en definitiva, una versión aguada del marxismo.

Esta ideología posiciona al Estado como deidad. El Gobierno lo regula todo; asume la responsabilidad del bienestar de todos los ciudadanos asumiendo los servicios, como la asistencia sanitaria, las pensiones y el sustento de los “parados”. Al mismo tiempo se auto-confiere la autoridad para emitir permisos de toda clase, sin los cuales la actividad concerniente se considera ilegal. En esencia, regula absolutamente todos y cada uno de los aspectos sociales bajo la presunción de que es el sistema más eficiente.

Al renunciar a esta responsabilidad y cedérsela al Estado, los individuos y los pueblos han permitido la ruptura de los grupos familiares y los vínculos de sangre o creencia. Los clanes, las tribus y grandes familias que, de manera natural, se ayudaban y se encargaban de todos sus miembros, han sido destruidos. El desmantelamiento de la familia como tejido social ha resultado en la familia nuclear, en el mejor de los casos, y, en el peor, este proceso de aislamiento del individuo se ha desarrollado hasta llegar al ciudadano perfecto: aquel que no tiene ningún lazo familiar real, cuyo fin es el consumismo y cuya perfecta sumisión al sistema, sin el menor riesgo de desafío, garantiza el buen funcionamiento de la máquina estatal.

El final es la destrucción total del tejido social orgánico y de cualquier vínculo que otorgue poder a la gente como entidad social. En pocas palabras: la absoluta individualización del ser humano junto con su sumisión al Estado y los bancos. El ciudadano moderno se apoya en el Estado, depende de él y se vuelve hacia él para todas sus necesidades. Esta ilusión de poder conferida al Estado  ha sido inculcada en todos los ciudadanos como algo absoluto, y justifica el pasmoso y francamente arbitrario sistema de impuestos, tributos y tasas, “impuestos” sobre los ciudadanos de la manera más implacable.

Adjudicarle al sistema estatal tanto poder es meterse entre las patas de los caballos. La maquinaria del Estado no tiene la capacidad administrativa ni económica, la visión, los escrúpulos, la moral ni el entendimiento existencial para gobernar una nación. Este sistema le usurpa a la gente su lado humano más social, obstruye y dificulta hasta lo imposible el desarrollo y la aplicación natural de aspectos tan fundamentales de la vida humana como la compasión, la preocupación por los otros, la confianza, la generosidad, la colaboración y la responsabilidad social.

Este sistema ha engañado a naciones enteras  de todo el mundo con los ostentosos principios de libertad y democracia. El caso es que la democracia se ha reducido al derecho de meter un papel en una caja cada pocos años y al libertinaje que justifica y tolera los comportamientos más deplorables. El sistema democrático propicia la creación y respalda la permanencia de una clase incompetente y corrupta de individuos que forman el cuerpo del Gobierno: la clase política. Esta gente, aunque teóricamente representa al “Pueblo”, se ha distanciado de él, mirando únicamente por sus intereses propios, y su labor resulta, además, enteramente ineficiente.

El Estado es un fiasco, y su promesa de bienestar ha demostrado ser todo lo contrario, con millones de personas sin posibilidades de sustento sumergiéndose en la pobreza y la indignación y sin expectativas de una vida mejor. Aun así, el Estado pretende implementar y mantener medidas que garantizan la ruina del país y crean una economía rígida, inflexible, incapaz de acomodarse a diferentes situaciones. Paradójicamente esto se lleva a cabo en nombre del pueblo y los trabajadores.

El Estado, por su naturaleza desequilibrada, está totalmente ligado y es dependiente del sistema bancario y esto, en el fondo, es la causa fundamental de su fracaso. Los impuestos representan únicamente un pequeño porcentaje de los gastos del Gobierno. El resto proviene del Banco Central y otras deudas contraídas continuamente. Esto garantiza que la situación no tenga salida. Sean cuales sean las medidas adoptadas, ya sean de austeridad por medio de recortes o de estímulo mediante inyección de fondos en la economía, este sistema está condenado a la ruina. Está firmemente afianzado en un modelo monetario artificial que ofrece una moneda carente de realidad y de valor intrínseco. Por lo tanto, el precario malabarismo exhibido por las clases financieras y políticas únicamente conduce a un aplazamiento de lo inevitable.

El desequilibrio debe remediarse y la justicia ha de restablecerse. Esto ha de ocurrir mediante grupos de gente cuyos vínculos entre sí estén basados en el Din de Allah, que otorguen autoridad a los mejores de entre ellos y recuperen la cordura en el terreno de las transacciones: una economía real de mercancías y servicios reales intercambiados con una moneda de valor real; una gente que no adore deidades, sino que reconozca al Creador como única Divinidad, sometiéndose al Él enteramente, atribuyéndole todo el poder a Él.

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