A su vuelta de china, Marco Polo, relató a sus contemporáneos que, en aquellas lejanas tierras, había presenciado el uso de papel impreso como dinero en las transacciones. A las gentes del siglo XIII, esa información les parecía fantasiosa e indigna de credibilidad.
Se conoce que los Chinos, desde el siglo VII del calendario gregoriano, intentaron su puesta en circulación, pero fue oficialmente en el año 812 cuando esta forma de representar un valor consolidó su uso, teniendo ya en el siglo X un sistema de circulación bien estructurado. Al papel moneda le llamaron ‘dinero volante’, denominación muy adecuada para comprender el futuro que le esperaba.
Aquella civilización pudo probar los frutos amargos de esta forma engañosa de representar el dinero: la hiperinflación, o robo dramático sobre los que carecen del poder de crear dinero impreso. Está constatado que en los cambios de dinastía la inflación era un fenómeno común. Se ejercía una vigilancia extrema sobre los falsificadores, siendo condenados a muerte inexorablemente, como si estos fueran más estafadores y culpables que el estado y los banqueros.
Los musulmanes comerciaron con los chinos desde finales del siglo VII, y tuvieron pronto presencia física en el territorio mandarín, como lo demuestra la construcción de una mezquita en Xi´an a principios del siglo VIII. Esto indica que la civilización musulmana tuvo conocimiento, antes que el orbe europeo cristiano, de la existencia y modo de circulación del papel moneda. ¿Y por qué no lo incorporó? ¿Bajo qué principios pudo prevalecer el patrón bimetálico, el dinar de oro y el dírham de plata, en las tierras del Islam sin caer en el embuste usurero del papel moneda? Transcurrieron más de mil años libres de engaño, hasta que las cobardes potencias coloniales con sus armas de “repetición” y cañones de gran calibre obligaron a los territorios ocupados a usar el billete de papel, retirando de las manos musulmanas el oro y la plata. Solo diremos, como premisa general, que en el Islam está prohibido en el acto de comerciar usar como medio de pago una nota promisoria, que representa una deuda de cobro incierto.
Así mismo, dado que la fuerza de la civilización islámica creaba un modelo de relación comercial en su entorno librándolo de los garfios de la usura, el imperio carolingio y los reinos cristianos de lo que después sería Europa, se vieron libres de esta mentira monetaria hasta finales del siglo XV y XVI, cuando el humanismo renacentista quiso obviar esta realidad, cambiando las bases de la ética cristiana y permitiendo cinco siglos de sometimiento monetarista usurero.
El comienzo en Europa de esta práctica es conocido en forma y circunstancia. Los orfebres, depositarios por oficio de grandes cantidades de oro y plata, emitieron vales que representaban los depósitos. Dado que era más fácil dar el vale que mover el depósito, estos comenzaron a ir de mano en mano. Cuando el orfebre tuvo certeza por la experiencia de que aquellos fondos permanecían en su poder, aunque los vales circularan, decidió emitir nuevos vales para usarlos como préstamo bajo la garantía de una riqueza que no le pertenecía, pero le permitía obtener grandes sumas sin compartir beneficios. Todo ello con coeficientes de caja que, si hoy existieran, las propias crisis serían más lentas. Pero la codicia no tiene límite.
Letras de cambio y billetes de banco fueron completando el panorama del dinero estampado en papel.
En 1661, Johan Palmstruch, emitió los primeros billetes de banco, desde el banco de Estocolmo, cuya denominación, a pesar de ser un banco privado, fue tomada como ejemplo para las denominaciones de los futuros bancos de Inglaterra, de Francia, de Escocia o New York, por decir algunos, todos tan privados como el de Palmstruch. Ninguno tenía relación con los gobiernos de referencia. En lo sucesivo el papel moneda tendría una destacada función en las guerras y revoluciones, tanto en Europa como en América. Por todos son conocidos los ‘asignats’ de Napoleón, así como el ‘emprestito’ de la banca Baring que usó para fundar el estado argentino, en nombre de la Libertad, y que duró hasta que Perón lo canceló.
También se fundaron casas de banca como los Fugger, los Rothschild, los Lazard, los Warburgs, los Schoelkopf, Kuhn-loeb, J.P.Morgan, Lehman Brothers, Goldman Sachs, Rockefeller, entre las más importantes. Verdaderos dueños de los capitales prestados a naciones y reyes, dueños de la deuda soberana y hoy de las agencias de rating.
El enunciado atribuido a Mayer Amschel Rothschild: “Dadme el control del suministro de dinero de una nación y no me importará quien haga sus leyes”, cobró realidad cuando en noviembre de 1910, en la isla de Jeckyll, un grupo de hombres de Banca y Estado se reunieron para asaltar el poder de emisión del dólar americano. Aprobada la ley ‘Aldrich’ se crea en 1913 la Reserva Federal de EEUU. Aquello fue un verdadero golpe de estado mundial y una auténtica cesión de soberanía del pueblo de Estados Unidos al grupo de banqueros propietarios de esta entidad. La capacidad de crear dinero de la nada, con la contrapartida de un apunte de deuda fiscal al pueblo americano, solo fue el principio de la desvergüenza que hoy observamos, aunque a esta secta banquera le permitió grandes experimentos como financiar el ascenso de Hitler, o enviar a Lenin con medios suficientes para pagar la Revolución rusa. Pero el patrón oro al que estaban sometidos era un corsé del que debían desembarazarse.
Europa, como los chinos mil años antes, vivió varias experiencias de hiperinflación post Fed: Alemania entre1922-23, durante la república de Weimar, el 29.500%; Grecia, en 1944, el 13.800% y Hungría, en 1946, el 13.600.000.000.000.000%, el precio se duplicaba cada 15,6 horas. Es evidente que en estas circunstancias, o las de la Primera Guerra Mundial, la clase banquera y los estados se habían olvidado de lo que el patrón oro requería. De ahí que una guerra que hubiera durado seis meses la convirtieron en una larga contienda de desgaste de tres años.
Estados Unidos, antes de entrar en la Segunda Guerra Mundial convocó en Bretton Woods, en 1944, una reunión a la que acudieron 44 países, con el fin de crear una economía mundializada. Fruto de esta surge el Fondo Monetario Internacional y el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, futuro Banco Mundial, estableciéndose el dólar y la libra esterlina como moneda de reserva para los países con economía internacional. Un paso más para que la moneda quedase libre de ataduras. Años después, el General de Gaulle, conociendo las entretelas del ascenso del poder financiero frente a las políticas nacionales y la vejación a la que serían sometidos sus dirigentes, se opuso a esta tendencia monetarista, y fue vilmente obligado a dimitir, tras el montaje denominado ‘Mayo del 68’.
Pero el golpe definitivo sería en 1971, cuando Nixon desvincula el dólar de la convertibilidad en oro. La moneda quedó libre y los dólares que volaban por el mundo se multiplicaron de forma exponencial. De ahí a que los capitales fueran dígitos en un ordenador y traspasaran las fronteras sin restricción era cuestión de tiempo. Esas nuevas circunstancias requerían una ordenación política, para lo cual, en 1990, el llamado ‘Consenso de Washington’ elaboró las directrices para el nuevo escenario mundial que está empobreciendo a la ciudadanía a nivel global.
La maquinaria de imprimir billetes está obsoleta para los grandes poderes financieros, pero este anclaje todavía permite a los pobres comprar, vender y ahorrar. Cuando se haya generalizado el dinero electrónico la súper-élite monetarista habrá dado el golpe definitivo: una moneda, un banco, un gobierno. Todo indica a ello.
Pero en algún lugar del planeta alguien estará comerciando ofreciendo oro y plata como medio de cambio imitando el modelo surgido en Medina y establecido por Muhammad, la paz sobre él, la misericordia de los mundos. Y la verdad prevalecerá sobre el engaño.