El hallazgo de Moisés

El hallazgo de Moisés, 1638, Nicolás Poussin
El hallazgo de Moisés, 1638, Nicolás Poussin

“Os hemos enviado un Mensajero

que es testigo sobre vosotros,

al igual que enviamos al Faraón otro Mensajero.

Pero el Faraón desobedeció al Mensajero

y le dimos un terrible castigo”.

Corán, Sura del Envuelto en el Manto, 15-16.

Nicolás Poussin pintó tres cuadros, tres versiones, del momento en que el niño Moisés fue hallado por la mujer del Faraón. La segunda versión, pintada en 1639 y hoy expuesta en el Louvre, es una de las cumbres de la pintura europea de todos los tiempos.

Narra el resultado de un suceso matriz: para escapar de la orden faraónica de matar a todos los infantes israelitas, la madre de Moisés coloca a su hijo en una cesta que abandona al curso de las aguas del Nilo. Lo deja por completo en las manos de Allah. En consecuencia, las aguas transportan al niño Moisés en su cesta hasta una ribera donde es descubierto por la mujer del Faraón. Ésta, ayudada por Miriam, la hermana de Moisés, que ha estado velando todo el tiempo por su hermano desde las orillas, acoge al niño y lo conduce hasta la presencia del Faraón, quien lo nombra hijo adoptivo suyo.

Hay un secreto sorprendente en este suceso: Moisés se salva de la muerte siendo conducido precisamente a la casa de quien quiere matarlo.

Muchos niños han tenido que morir en la inocencia para que se produzca este resultado, para que Moisés dé los primeros pasos de un destino superior al de la gran mayoría de los hombres. Así es el destino.

El cuadro muestra, por lo tanto, el momento extraordinario en que la mujer del Faraón acoge al niño abandonado en las aguas. En el primer plano, aparecen cinco figuras principales: la mujer del Faraón, acompañada de dos mujeres jóvenes, Miriam y un pescador. Además, a la izquierda, hay un esclavo sentado. Detrás de estas figuras corre el río Nilo. Más allá, en la otra ribera, desde donde zarpa una barca con tres tripulantes, el pintor traza un puente romano, una ciudad construida en las laderas de una montaña, un árbol y una pirámide, frente a los que dos hombres contemplan el hallazgo de la cesta con el niño.

La mujer del Faraón y una de las jóvenes que la acompañan señalan con el dedo al pescador que ha recogido la cesta y en cuyo regazo está Moisés. Miriam, arrodillada en la ribera entre la mujer del Faraón y el pescador, alarga los brazos para tomar al niño de los brazos del hombre.

Los brazos, el de la mujer del Faraón y el de su acompañante, los brazos extendidos de Miriam y los del pescador forman una elipse dinámica y protectora que recibe al niño Moisés en su paso desde las aguas a tierra firme.

Todas las miradas están puestas en Moisés. Expresan el asombro y la conciencia de estar viviendo un acontecimiento maravilloso, de un significado intemporal y de una importancia que sin embargo ignoran. La mirada del pescador está puesta en los ojos de la mujer del Faraón con insistencia, llamando la atención de ésta hacia el tesoro valiosísimo que tiene en el regazo. También él lo sabe sin saberlo.

La luz del cuadro es sobrenatural. Los colores de las túnicas que visten los personajes irradian como si se tratara de ropajes angélicos. Sus pliegues intrincados y fastuosos narran en silencio la historia de Moisés; todo lo que ha de ocurrir hasta su encuentro con Allah, el Clemente y el Misericordioso, en la montaña, mientras las aguas del Nilo y de la historia fluyen lentamente hacia el océano.

En el curso de esta historia, un día el Faraón tomará conciencia de quién es el hombre a quien adoptó de niño y que ha crecido a su lado hasta llegar a ser alguien que nunca se habría imaginado.

El poeta persa Rumi nos revela en el Primer Libro del Maznavi[1] algunos de los pensamientos del Faraón sobre Moisés, su opuesto en la existencia.

Moisés y el Faraón, preludia Rumi, eran siervos de la Realidad suprema, aunque en apariencia el primero siguiera la vía recta, mientras que el segundo se había perdido.

Durante el día, Moisés suplicaba a Allah; por la noche, el Faraón se ponía a llorar, diciendo: “Allah, ¿qué es esta cadena que tengo en el cuello? ¿Es acaso la cadena que dice ‘yo soy yo’? No lo sé, pero de este modo has hecho de Moisés un iluminado y a mí me has sumergido en las tinieblas. De este modo has hecho que el rostro de Moisés sea como la luna y has hecho que la luna de mi alma quede eclipsada. Cuando tocan el tambor para honrarme como Señor y Sultán, es como cuando la gente del pueblo golpea sus cazos de metal en el eclipse de luna. Todos somos tus servidores, pero tu hacha, cuando corta las cañas llenas de savia, deja una intacta, mientras otra queda abandonada a su destino. Nada puede la caña contra el hacha. Ninguna caña ha escapado al poder del hacha. Te suplico, por la verdad del poder que pertenece a Tu hacha que rectifiques por Tu gracia nuestras acciones. ¿No es maravilla que me pase las noches ocupado en rogándote? Mi corazón está bajo Tu control. Cuando me ordenas ser un campo de trigo, enverdezco por completo; cuando me ordenas ser feo, me vuelvo amarillo”.

Ante estos pensamientos del Faraón, Rumi comenta: “Bajo el báculo de Su mandato: ‘Sé y es’, corremos por el espacio y más allá del espacio.

Debido a que la ausencia de color de la Unidad ha sido hecho cautiva por el color de la Manifestación, un Moisés ha llegado a ser el adversario de un Moisés. Sin embargo, cuando se llega a la ausencia de color que se tenía en el origen, Moisés y el Faraón quedan reconciliados […] ¿No es maravilla que el color proceda de lo que no tiene color y que el color llegue a combatir contra lo que no tiene color? Si el aceite procede del agua, ¿por qué el aceite y el agua son opuestos? […] ¿O es que acaso no hay oposición, no hay guerra? […] ¿Acaso no es ni una cosa ni otra? ¿No nos queda sino la perplejidad? No, no se trata de perplejidad. Lo que ocurre es que debemos buscar para encontrar el tesoro en las ruinas donde está escondido […] Lo que imaginamos y opinamos son como nuestros cultivos; no se hallan los tesoros en los campos cultivados. No es que lo existente tenga necesidad de lo no existente, no; es al revés, lo no existente se manifiesta a causa de lo existente. No digas: ‘Huyo lejos de lo no existente’. No es así. Lo que ocurre es que lo no existente se aleja de ti. Detente. Aparentemente te llama hacia él, pero interiormente te expulsa a palos.

Escucha, hombre de espíritu razonable: la rebelión del Faraón provenía en realidad de Moisés”.

Los pliegues intrincados y espléndidos de las túnicas de los personajes del cuadro de Poussin narran en silencio la historia de estos dos hombres opuestos que quizás, igual que sus personajes, el mismo Poussin ignoraba. Sin embargo, debió de sentirla con mucha fuerza ya que hizo tres versiones de ella.

[1] Traducido al castellano de la versión francesa del persa Mazthnavi realizada por Djamchid Mortazavi y Eva de Vitray-Meyerovitah, Editions du Rocher.

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