Tradición y futuro

Tafilet

Adentrándonos en el desierto a través del lecho seco de un ancho wadi, recordaba el breve encuentro que habíamos tenido con unos jóvenes estudiantes pocos momentos antes de abandonar Igli. Todo estaba preparado, el mínimo equipaje, y había llegado el momento de partir hacia las montañas tras los pasos de Jalifa, nuestro guía; nos despedíamos del muqqadem de la aldea en su propia casa, quien tan generosamente nos había tratado. Mientras nos había agasajado en su casa, casi sin darnos cuenta, había dejado arreglado todo lo necesario para nuestro viaje −nuestro Maestro nos había enviado desde Granada a realizar un jalwah, ‘retiro espiritual’, en la misma cueva a la que él mismo se había retirado hacía veinticinco años, enviado a su vez por su Maestro, Sheij Muhammad Ibn Al-Habib; la misma cueva donde se había recluido en el pasado Sidi Muhammad Al-Hawari, gran maestro darqawi, en la zona del Tafilet, Marruecos−.

Hasta ese momento, desde nuestra entrada en la región, la reacción de la gente al conocer el propósito de nuestro viaje había sido de comprensión, respeto y apoyo, especialmente de los ancianos, quienes se congratulaban de nuestra misión. Representaban lo que Hayy Muhammad Said, entrañable compañero de este viaje, llamó en su libro El desierto iluminado, acerca de esta experiencia, el “hombre antiguo”.

Aquellos jóvenes, estudiantes de Química, Matemáticas y otras carreras de Ciencias en la Universidad de Rabat −en ese momento de vacaciones de verano en su tierra−, habían estado todo el tiempo que permanecimos en la casa del muqqadem “recluidos” en una habitación, sin acercarse en ningún momento al salón donde se encontraba la diwanía. Casi saliendo por la puerta, recibiendo las últimas bendiciones del muqqadem y su familia, se dirigieron hacia nosotros y comenzaron a detallarnos los grandes peligros que podríamos encontrar en el paraje al que nos dirigíamos: el calor sofocante de esa época del año, la ausencia de agua potable, las serpientes y otros reptiles venenosos…; y a cada “peligro” contestábamos con un “Masha Allah”, ‘lo que Allah quiera’, que dibujaba en sus rostros una expresión de desconcierto e incomodidad crecientes. Finalmente, agotados todos sus argumentos “científicos”, que no lograban quebrar nuestra determinación, nos advirtieron seriamente acerca de las “fuerzas oscuras” que pululaban por aquellas inhóspitas montañas.

Pocas semanas después, ya de vuelta en Granada, nuestro Maestro nos recibía en su casa. Entre las diversas preguntas que nos dirigió acerca de lo vivido y experimentado  a lo largo de aquellos días, tanto de la estancia en la cueva como del viaje en general, nos preguntó acerca de la juventud. Le contamos entonces el episodio de los estudiantes del Tafilet. Nuestro Sheij calló por unos instantes, nos miró a los ojos y afirmó con gravedad: “La educación moderna ha inoculado el miedo en Marruecos”.

Por un instante, el recuerdo de este viaje me retrotrae, a su vez, al momento en que comenzaba los estudios de Magisterio –finales de los setenta−, cuando era un joven estudiante que se repetía a sí mismo una y otra vez “quiero ser maestro para poder aprender”. Luchábamos entonces por la “escuela nueva” frente a la “escuela tradicional”, que asociábamos, inconscientemente, a la escuela del régimen franquista. Pero durante años sólo pude ser testigo de mi paulatina deshumanización a medida que me hacía más humanista. Al final, aquella escuela que anhelábamos, una “escuela para la vida”, nos distanciaba de la misma vida. Nos encontrábamos, en el fondo, inmersos en un proceso de destrucción.

“¡Hemos guardado nuestra tradición de enseñanza en un cajón!”, se lamentaba hace algún tiempo un buen amigo marroquí. A cambio, la nada: un sistema que rechaza la Unidad subyacente en la existencia; una confluencia de teorías pedagogistas que en medio siglo han contribuido al debilitamiento del ser humano hasta hacerle perder su fuerza, su poder, su voluntad.

Más de veinte años atrás, conviviendo entre las familias pobres de aquellos pueblos y aldeas, saboreando su hospitalidad, su generosidad, en un grado que nunca habíamos conocido; la actitud de servicio y preferencia de los chiquillos, siempre atentos a nuestras menores necesidades; la alegría y agradecimiento generales a pesar de las carencias materiales…, percibimos el atisbo de ese modo de vida completo sin el cual no existe posibilidad alguna de alcanzar el conocimiento.

Establecer un método basado en una educación tradicional genuina es hoy, gracias a Allah, una realidad. Embargados de entusiasmo, estamos inmersos en la tarea –la Escuela del Sheij de Granada− de aunar instinto y cultura, para que los jóvenes conecten con su naturaleza primordial, su fitra, y encuentren asimismo una guía para el cultivo de su ser; conscientes de que volver a nuestra tradición, en la que no existe disociación entre educación y sociedad, es la única alternativa en este tiempo para poder tener un futuro.

Aquella mañana, con aquella luz tan limpia, acompañados únicamente por el sonido de nuestras pisadas sobre las piedras calcinadas por el sol, abandonamos el cauce del wadi  para adentrarnos lentamente en las montañas desérticas; dejando atrás el tipo de hombre que éramos, que habíamos sido, para encontrar ese hombre que teníamos que ser, el hombre a recuperar.

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