Tempestades de acero o el viento de la técnica

‘Tempestades de acero’ o el viento de la técnica

Jünger nos cuenta su experiencia en la Primera Guerra Mundial y hace reflexiones sobre cómo aquello refleja la dirección que está tomando el ser humano en estos tiempos de tecnificación deshumanizada

Ernst Jünger (Alemania, 1895-1998) participó en la Primera Guerra Mundial con diecinueve años de edad. En ella sufrió numerosas heridas que dejaron su cuerpo marcado de cicatrices y trozos de metralla incrustados. Recibió en 1918, poco antes de terminar la guerra, la condecoración Pour la Mérite al mérito militar, siendo la persona más joven en recibirla, con tan sólo veintitrés años.

Fruto de su experiencia en esa contienda es su diario de guerra: Tempestades de acero, que no sólo habla de la guerra en primera persona, contada por un guerrero de verdad, sino que hace pensar en la evolución que en estos tiempos está llevando el alma humana en el hombre moderno y en cómo la técnica y el poder están degenerando el espíritu humano hasta extremos cada vez más peligrosos y cercanos al abismo.

Jünger es un hombre respetuoso para con los enemigos y capaz de reconocer la valía de estos hasta el punto de que habla de sus enemigos ingleses de forma honorable y digna:

En la guerra he aspirado siempre a contemplar sin odio al adversario, a apreciarlo como hombre de acuerdo a su valor. Me he esforzado en buscarlo en la lucha para matarlo y no he esperado de él otra cosa. Pero nunca he pensado que fuera un ser vil. Cuando más tarde cayeron en mis manos prisioneros, me sentí responsable de su seguridad y procuré hacer por ellos todo lo que estaba a mi alcance.

Y esto es muy de apreciar en unos tiempos en los que cada vez se desprecia más al contrario, llenando las guerras y enfrentamientos de prejuicios y de una vileza como nunca la tuvieron.

Jünger diferencia en su libro tres etapas que, de alguna manera, señalan el destino que esta civilización moderna está eligiendo para su perdición:

Una primera etapa, brutal ya e inhumana, que se había pensado que sería corta y se estancó en una interminable guerra de trincheras. Ahí los enfrentamientos y las armas ya eran descomunales y destructivos a una escala desconocida hasta entonces, pero todavía quedaba algo del cuerpo a cuerpo y una cierta ventana para el honor entre guerreros:

De todas partes del bosque bombardeado afluían concéntricamente hacia aquel mismo sitio los heridos. Moribundos y heridos graves obstruían el paso; caminar por allí era algo horrible. Una figura humana que estaba desnuda hasta medio cuerpo y que tenía desgarrada la espalda se apoyaba en el talud de la trinchera. Otro hombre lanzaba de continuo unos gritos estridentes, estremecedores; de su nuca colgaba un jirón de carne de forma triangular. El Gran Dolor ejercía allí su imperio; por vez primera pude mirar, como por una rendija demoníaca, en las profundidades de su dominio. Y las granadas seguían llegando. […]

Cuando a la mañana siguiente, completamente empapado, salí de la galería, no podía dar crédito a lo que mis ojos contemplaban. Aquella zona, a la que hasta entonces había impreso su sello la soledad de la Muerte, tenía ahora la animación propia de una feria. A las guarniciones de las dos trincheras enfrentadas el barro las había empujado a saltar fuera de los parapetos, y ya se había iniciado a través de las alambradas un intenso tráfico e intercambio de bebidas, cigarrillos, botones de uniforme y otras cosas. La muchedumbre de figuras vestidas de caqui que afluía de las trincheras inglesas, tan desiertas hasta entonces, causaba un efecto desconcertante; eran como espectros que apareciesen en la clara luz de la mañana.

Luego llegó una segunda etapa, esta ya “la de la máquina”, con armas de tal poder letal, incluso desde la distancia y sin necesidad del cuerpo a cuerpo, que la realidad parece perder consistencia hasta convertirse en un baile de espectros manejados por hilos invisibles:

A veces un único estampido infernal, que iba acompañado de llamaradas, dejaba completamente ensordecido el oído. Después, un siseo agudo, incesante, producía la impresión de que se acercasen, uno tras otro, zumbando, a una velocidad increíble, centenares de fragmentos de metralla de una libra de peso. En ocasiones caía, con un golpe seco, pesado, un proyectil que no estallaba; a su alrededor la tierra temblaba. Por docenas reventaban los shrapnels, delicados como bombones fulminantes, y esparcían su densa nube de bolitas; después llegaban las vainas, con un resoplido. Cuando cerca de mí estallaba una granada, el barro caía al suelo con estruendo, como un goteo. Y en medio de todo aquello los fragmentos de metralla se clavaban en la tierra con un golpe seco.

Pero llegó una tercera etapa fatal y deshumanizada hasta límites insospechados nunca, en la que ya ni siquiera eran los hombres con máquinas feroces los que se enfrentaban, sino que era la técnica y la mecánica la dueña del conflicto con bombas, aviones, tanques, gas venenoso…, y ahí los guerreros habían perdido todo sentido de su honor, de su preparación guerrera, de su cuerpo frente a otro cuerpo. Eran sólo monigotes en un pim-pam-pum destructivo e incontrolable en el que, como mucho, tenían que manejar dispositivos y palancas que iban sembrando la destrucción sin ton ni son por doquiera que fuesen. Esa guerra aleja a los guerreros de cualquier posibilidad de lucha honorable y a la población de cualquier medio de refugio, respeto o defensa. Y, lo que es peor, esa destrucción planificada ocasiona al destructor más daños que beneficios, pues no va buscando botín, sino mera destrucción, y el enemigo así no es alguien respetable al que hay que vencer para obtener beneficios, sino algo a despreciar y vilipendiar para poder destruir sin remordimiento alguno. Y eso, además, destruye la disciplina de los ejércitos, puesto que no reporta ningún honor al soldado:

Hasta la posición Sigfrido todas las aldeas eran un montón de ruinas; todos los árboles estaban talados; todas las carreteras, minadas; todos los pozos, envenenados; todos los cursos de agua, represados con diques; todos los sótanos, volados con explosivos o convertidos en lugares peligrosos merced a las bombas allí escondidas; todas las vías férreas, desmontadas; todos los cables telefónicos, arrancados; todo lo que podía arder, quemado. En suma, transformamos en un yermo la tierra que aguardaría al enemigo cuando éste avanzase.

Lo que allí se veía recordaba, como he dicho, un manicomio; y como éstos, producía un efecto mitad cómico y mitad repugnante. Aquellas destrucciones fueron funestas también para la disciplina de la tropa, como enseguida pudo notarse. Allí fue donde por vez primera vi la destrucción planificada, un tipo de destrucción con el que luego la vida habría de tropezar hasta la saciedad. Esta clase de destrucción, que está funestamente vinculada con las concepciones economicistas de nuestra época, ocasiona al destructor más daños que beneficios y no reporta ningún honor al soldado.

Estas reflexiones de Jünger podemos extenderlas no sólo a la guerra, sino a los enfrentamientos políticos que estamos viviendo, en los que cada cual, en lugar de respetar a los contrarios y defender con honor y honestidad sus ideas, se dedica más a despreciar y vilipendiar al contrario. Y también a la actual “democracia” como un territorio en el que la técnica (propagandística, de dominio de los medios, etc., más que de contacto directo y de responsabilidades personales) ha devorado la genuina relación entre personas y anulado la política como el arte de convivir para convertirla en una forma de medrar.

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