Occidente y el conocimiento

Al-lah, enaltecido Sea, dice en el Corán: “Y no he creado a los genios y a los hombres sino para que Me adoren” (Sura de Los que levantan un torbellino, 56). Ciertos comentaristas del Corán dicen que este adorar significa también conocer, y de hecho hay un hadiz qudsi, un dicho del Profeta, paz y bendiciones sobre él, de entre aquellos en los que Al-lah, ta’ala, es citado en primera persona, que dice: “Yo era un tesoro escondido y quise ser conocido e hice la creación”. Este conocimiento dista una enormidad de lo que nuestra sociedad occidental entiende por conocimiento, y, en efecto, son de una naturaleza tan distinta que el segundo oblitera al primero de un modo en que ni siquiera lo sospecha.

Pues bien, esta clausura ha llegado a ser el sello distintivo del conocimiento de la sociedad moderna, de tal manera que le endosa a éste una ceguera y un hándicap por el que ha perdido la capacidad de captar la parte más importante de la realidad y, con ello, el derecho a llamarse tal, justamente porque es lo obviado en ese conocimiento lo que hace humano al ser humano, y mientras que la modernidad lo ha denominado ostentosamente homo sapiens, a partir de esa falencia la ignorancia es lo que se le ha ido pegando a su piel de una manera doble, ya que no sólo no sabe, sino que además no sabe que no sabe. Dicha ignorancia es lo que en árabe se conoce como yahilía, y en el mundo moderno ésta suele aparecer incluso revestida de una apariencia que pareciese lo contrario cuando se muestra bajo el ropaje del dominio de ciertos conocimientos considerados básicos en relación a lo que se cree que las cosas son, pues dicho saber está basado en la pretensión de que la creencia está allí superada y que su visión se corresponde exactamente con lo que las cosas son.

No obstante, hay una larga tradición de pensadores occidentales que han impugnado varios aspectos de esta situación. Nietzsche, por ejemplo, en Consideraciones intempestivas dice: “El hombre de ciencia es una verdadera paradoja: ese hombre está rodeado por los problemas más terribles, que tienen clavada en él su mirada, ese hombre va caminando al lado de abismos, y a lo que él se dedica es a cortar una flor y a contar sus estambres. No se trata de un embo­tamiento del conocer: pues el hombre de ciencia se enar­dece con su instinto de conocer y de descubrir y no exis­te para él placer mayor que el de aumentar el tesoro de sus saberes. Pero se comporta como el más engreído de los haraganes favorecidos por la fortuna: para él es como si la existencia no fuera una cosa que no tiene remedio y que da mucho que pensar, sino una posesión firme que tuviera garantizado el durar eternamente”. De algún modo con ello Nietzsche sugiere uno de los aspectos implicados en la ceguera de esta mal llamada ciencia o conocimiento: en ella yace obturado el conocimiento de que somos seres que vamos a morir. Es decir, no es que ello falte como información, pues como tal está, pero sólo como tal, puesto que bajo su aprensión de las cosas la muerte es algo natural, lo que, traducido a sus implicaciones, significa nada que merezca interrogantes, puesto que allí se acaba todo, pues no hay nada más que lo que “hay aquí”, como si ese aquí encerrara todo lo que aquí hay. Este es el punto ciego del conocimiento de Occidente, la perspectiva naturalista, y algo a lo que podríamos llamar la “metafísica de la inmanencia”, puesto que como no se puede demostrar que haya algo más, aunque tampoco es demostrable que no lo haya, se asume lo primero, porque se ha escogido arbitrariamente que las demostraciones son los procedimientos que plantean el límite que permite distinguir lo que es real de lo que no lo es, por lo que los fundamentos no demostrables de la realidad quedan ocultos y más allá de toda accesibilidad, y el ser humano, en lugar de descender de los monos -como relata su mitología darwiniana-, es descendido al nivel de los primates pero con el pomposo apelativo de sapiens (si bien el término en árabe para ser humano comparte con el término olvidar –antes que con saber- una misma raíz), puesto que deja de lado uno de los aspectos más importantes de la intelección y del conocimiento además de la reflexión –la que podría considerarse la sustancia del verdadero pensar de cuya carencia la ciencia adolece-, relacionado con la capacidad de re-conocer, ya que el conocimiento, antes de la modernidad y el método científico, estuvo relacionado siempre con la capacidad de captar directamente las cosas, por lo que puede verse la diferencia entre un tipo y otro de conocimiento, pues uno permite instrumentalizar al mundo pero impide su comprensión y la comprensión de su sentido, mientras que el otro tipo de conocimiento incluye la comprensión del mundo, su sentido y fundamento, y no excluye su instrumentalización no obstante la subordina a lo primero.

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