La historia patenta que el modelo faraónico existe y se resiste a desaparecer. Un paradigma de Estado que sólo entiende las relaciones humanas a través del prisma del dominio y que, aunque lo haga sobre el papel, nunca reconocerá sobre el terreno de los hechos eso de que todos los seres humanos nacen libres e iguales. Se niega a reconocer la humanidad de “los otros” y los tacha de simples animales. Para el faraón, los suyos son ovejas que deben ser amansadas y los otros son una jauría de lobos que deben ser despellejados.
Una cita muy reiterada, y quizás por ello desgastada, es aquella de que la religión es el opio del pueblo. Sin duda, esa afirmación se cumple cuando se instrumentaliza la religión para el control de las mentes mediante dogmas y tabúes. Pero leyendo los textos sagrados de algunas de las mayores religiones a nivel mundial, uno ve que su esencia busca todo lo contrario. Pretenden liberar al ser humano del yugo bajo el cual intentan someterle algunos de sus congéneres.
Una historia que está presente en las tres religiones abrahámicas y que quizás destaque por encima del resto de historias es precisamente la de Musa (Moisés) y sus diálogos con el Faraón. No en vano, es la más mencionada en el Sagrado Corán.
Parece mentira que muchos adeptos de dichas religiones hayan optado por hacer una lectura muy superficial de los hechos que transmite este relato. Lo vacían de su significado y pasan por alto el choque paradigmático que encierra: un enfrentamiento entre el modelo faraónico y el modelo profético.
La sociedad faraónica se estratifica en forma de pirámide. El faraón divinizado ocupa su cúspide; justo por debajo está Haman con su poder económico multinacional y su ojo que todo lo ve. Luego está el músculo militar que vela por mantener el statu quo a la fuerza. El proyecto faraónico sólo puede ser establecido a través de la violencia y el terror. Leyendo el relato de Moisés en el Corán notamos cómo las palabras del Faraón rezuman violencia y amenazas, una actitud beligerante que se mantiene desde la persecución de los israelitas, al principio, hasta exteriorizarse, al final, contra los propios súbditos del Faraón y la crucifixión de los propios magos que le adoraban.
Después encontramos en esa pirámide el escalón de la maquinaria propagandística que, con sus trucos de ilusionista, justifica las atrocidades del Faraón a la vez que se dirige a los instintos más básicos de las ovejas atónitas e intenta distraerlas con grandes festividades y parafernalia. Ya en su día, el Faraón prefirió la fecha de la gran festividad egipcia del Día de la Parafernalia (Yawm Al Zinah) para su cara a cara con Moisés y el reto de éste dirigido a los ilusionistas o magos que intentaban cautivar los ojos de la gente para desviarlos de la verdad. Hoy en día, esa magia cautivadora lanza sus hechizos a través de las pantallas y de palabras falseadas que sólo buscan adormecer al pueblo.
Son demasiadas las similitudes que existen a nivel político, económico, social e ideológico, y tantos otros dominios donde los paralelismos serían obvios entre estos dos estados del mundo separados por cuarto milenios, que sería difícil enumerarlos en pocas páginas.
Es un modelo que se nutre de cualquier amenaza, la magnifica y la enfatiza para crear un clima de psicosis. Se divide la misma sociedad en guetos que oscilan entre las barriadas y las urbanizaciones cerradas. El miedo estimula la obediencia y el consumo… ¡El miedo quema muchas calorías!
Para designar las amenazas del «otro» y justificar el negocio de exportación e importación del miedo, se usa una terminología que se dirige a lo más profundo del subconsciente humano y trata de despertar los temores más básicos y antiguos en el individuo; con expresiones, como «lobos solitarios», se nos remonta a tiempos del Paleolítico, cuando sólo se pudo superar el miedo al lobo tras llegar a un pacto con dicho depredador para convertirlo en un fiel y obediente perro.
Además, con fórmulas insólitas en forma de oxímoron (los lobos no son solitarios) se lanza una indirecta descarada a la población: «No sois más que unas pobres y dóciles ovejas. ¿Quién os va a proteger cuando venga el lobo solitario?».
El precio de la protección frente a esa amenaza inventada es la obediencia, una obediencia ciega que hace que las ovejas solitarias estén dispuestas a sacrificar bienes tangibles, como su libertad, su privacidad y su intimidad, a cambio de la promesa de esa quimera que es la seguridad. Esa es la práctica arquetípica de los faraones, la de vender humo y prometer aquello de lo que no disponen.