La Tierra somos todos nosotros

Como si de un mundo lejano se tratara, un lugar ajeno a nosotros al que pertenece un solo día de entre todos aquellos que genera con su rotación y “natación acrobática” sobre su propio eje. Así se acordó de sí mismo el orbe y celebró el pasado 22 de abril el Día de la Tierra.

Esta efeméride un tanto paradójica tiene su historia. Y es que en el año 1969, en una conferencia de la UNESCO que tuvo lugar en la emblemática ciudad de San Francisco, John McConnell propuso un día que celebrase la paz y concienciase acerca de la necesidad de formar una visión global a la hora de preservar el planeta. Dichos principios impulsados desde la ciudad dorada de California fueron celebrados por primera vez el 21 de marzo de 1970, coincidiendo así con el inicio de la primavera, estación simbólica de la moderación y la esperanza. Veinte años después, la fecha trascendería su ámbito nacional estadounidense y cobraría un alcance relativamente global.

El aniversario de nuestro actual año es ya el cuadragésimo quinto intento de despertar la conciencia de los terrestres que supuestamente hacemos uso de razón para que veamos, de una vez por todas, el precipicio hacia el cual nos dirigimos en masa. Es un paréntesis que algunos abren en medio de nuestra auto-aniquilación como especie; la techné perversa y multifacética de destruir y que oscila desde una especie de incontinencia piromaníaca de fabricar armas hasta el negacionismo obstinado ante el calentamiento global que acentúa nuestra ceguera y nos engulle con nubes de humo que ya casi nos impiden vernos los unos a los otros mientras seguimos debatiendo cínicamente su existencia. Y, aun así, dedicamos esas escasas 24 horas al año a una reflexión que destila ingenuidad, puesto que no alcanza a ver la raíz del problema que se agarra y se camufla escurridizamente en el ego de cada uno de nosotros.

McConnell fue una persona con un gran ímpetu por resolver los problemas que aquejaban a la humanidad entonces y que, si acaso han cambiado, no han hecho más que ganar en gravedad.

Como siempre, hay que enmarcarlo todo en su contexto histórico y cultural. El año 69, además de ser el año de Woodstock, el apogeo de la subcultura hippie, es una fecha que quizás sella la consolidación de varios movimientos por la paz que, sin pertenecer necesariamente a dicha subcultura, siempre se les restó importancia y fueron ridiculizados como drogadictos o “abraza-árboles o treehuggers.

Obviamente, en nuestros días la historia se imita a sí misma y una idéntica narrativa se perpetúa. Los “poderes establecidos” siguen descalificando a cualquiera con la suficiente osadía de llamar a las cosas por su nombre y tomar el toro por los cuernos, incluido aquel que embiste desde Wall Street. La maquinaria propagandística militarista-interventista reacciona de este modo, desautorizando mediante argumentos ad hominem a todo aquel que plante cara a dinámicas como la que hipnotizó en su día a ambas superpotencias polarizadas, Estados Unidos y la Unión Soviética, y dio lugar a la “vietnamización” y la Doctrina Nixon con su enloquecida carrera nuclear. Hoy, un cuarto de siglo después de la caída de la URSS, lejos de acercarnos a una paz mundial duradera, nos hundimos más si cabe en ese remolino de avaricia y violencia. Dos fuerzas explicablemente irracionales que se retroalimentan.

Más que una dinámica, se trata de una industria nuclear multimillonaria que se sumaba al ya existente colosal proyecto armamentístico del complejo militar-industrial que es el que, desde la Segunda Guerra Mundial, realmente tiene la sartén por el mango en EE. UU., tal y como advirtió Dwight D. Eisenhower tras convertirse en el presidente del país, siendo él uno de sus militares más condecorados.

Lo paradójico de la situación es, por una parte, que el día en honor a la Tierra nació en el país que más la asfixia y no muy lejos de las instituciones que anteponen los intereses de un puñado de magnates al bien común de sus habitantes. Por otro lado, llama la atención esa condición de alteridad que conlleva hablar de la Tierra en tercera persona, porque, al fin y al cabo, formamos una unidad indivisible con ella, somos tierra y somos de la Tierra: “De ella os creamos, a ella os devolveremos y de ella os haremos salir de nuevo” (Corán. Sura Ta, Ha, 55).

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