La matanza de París y la narrativa de los musulmanes

Las impactantes noticias de muertes brutales e inesperadas de inocentes, como las vividas en París el 13 de noviembre, rompen la paz y la tranquilidad, perturban los intelectos y a menudo enmascaran muchas cosas. La gran ventaja de no ver la televisión es que uno puede pensar mejor. Claro que no es sólo la televisión. Los mensajes tóxicos y la narrativa de odio se propagan desde muchos focos y por muchos medios. El discurso del miedo se difunde con expresiones de gran impacto, “acciones terroristas brutales”, y se conjuga con los verbos del miedo en las noticias y las declaraciones de los políticos y se articula con la gramática de la paranoia.

Los musulmanes que vivimos en Occidente debemos declarar abiertamente y difundir por todos los medios una narrativa propia. Mucha gente de Europa y del mundo occidental podrá escuchar y entender nuestro discurso porque estará basado en la verdad y no en la distorsión y manipulación de los hechos.

Permítaseme hacer una breve digresión para hablar de los medios de comunicación como armas de distorsión masiva.

La aleya del Corán que rige la actividad informativa es: “¡Vosotros que creéis! Si alguien que no es digno de confianza os llega con una noticia, aseguraos antes, no vaya a ser que, por ignorancia, causéis daño a alguien y tengáis luego que lamentarlo y arrepentiros de lo que hicisteis” (Surat Al Huyurat 49, aleya 6).

La narrativa del miedo se sirve del cine, de la televisión y de los “expertos”. En Cortina de humo (Wag the Dog, 1997), película dirigida por Barry Levinson, con Robert de Niro y Dustin Hoffman, la “fabricación” de noticias con el propósito de manipular la opinión pública para justificar acciones militares y encubrir otras económicas queda completamente al descubierto. La contratación de magos de la industria del cine de Hollywood para crear escenas impactantes que se difunden por televisión y que polarizan a la opinión pública, proporcionando el respaldo necesario a las decisiones, motivadas por intereses completamente diferentes a los que se esgrimen en la narrativa fabricada, es un instrumento de política exterior que se muestra sin disimulo en la película.

La dramática declaración de una joven iraquí llamada Nayirah, quien entre llantos contó ante las cámaras de televisión -pocos días antes de que los EE UU lanzaran su invasión de Iraq- que había presenciado con sus propios ojos a soldados iraquíes sacando a bebés de las incubadoras en un hospital de Kuwait, ya se ha olvidado. La historia fue una estrategia diseñada por la corporación de publicidad y relaciones públicas Hill & Knowlton (H&K), contratada por el emirato kuwaití, y la niña era la propia hija del embajador de Kuwait en Washington, Saud Nasir al-Sabah, que estuvo ensayando durante horas su declaración con expertos de la agencia H&K. La historia de los bebés sacados de las incubadoras la usó George Bush en su alocución a la nación antes de lanzar la invasión de Iraq y fue citada en discursos pronunciados ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. Que la historia era una completa invención se supo pronto, pero para entonces la invasión de Iraq estaba consumada, la destrucción del país y la muerte de cientos de miles de inocentes en pleno curso. El director de la oficina de relaciones públicas Ruder & Finn Public Relations, con sede también en Washington, James M. Harff, dice lo siguiente: “… nuestra tarea consiste en diseminar la información, hacerla circular lo más rápido posible, para que las tesis favorables a mis causas sean las primeras en ser expresadas… Desde el momento en que una información es buena para nosotros, nos esforzamos por anclarla enseguida en la opinión pública… Es la primera información la que cuenta, los desmentidos no tienen ninguna eficacia… Nuestro trabajo no es verificar la información…, es acelerar la circulación de informaciones que nos son favorables…”, y termina con la cínica sentencia: “No nos pagan para hacer ética”. Las técnicas de manipulación de la opinión son la cara oculta del mito de la democracia.

Algunos intelectuales occidentales, como Niall Ferguson, profesor de Historia de la Universidad de Harvard, comparan la situación presente de inmigración masiva al desmoronamiento del Imperio Romano y a la invasión de los barbaros en el siglo V, y le adjudica el papel de los barbaros a los musulmanes. La comparación es válida en un sentido: el sentido del ciclo observado por Ibn Jaldún, el gran filosofo de la historia, de la decadencia de las sociedades opulentas seguido por la regeneración desencadenada por los beduinos, los pobres, los que tienen asabiyya, fuertes vínculos de unidad y solidaridad de grupo y una visión clara y natural de la existencia. La comparación es acertada, excepto que las supuestas hordas de invasores barbaros (los musulmanes) han llegado a los países del “imperio” (la Europa del estado del bienestar y la América de la igualdad de oportunidades), primero invitados como inmigrantes para fortalecer las economías de esos países y luego huyendo de los bombardeos y de la destrucción de sus hogares causadas por las políticas hegemónicas, las intervenciones militares directas e indirectas y las operaciones de subversión fomentadas por esas mismas potencias del imperio.

El discurso del terror consiste en que “nosotros los matamos a ellos en su territorio para que ellos no nos maten a nosotros en el nuestro”. La autorización de utilizar la fuerza militar que aprobó el Congreso americano pocos días después del 11 de septiembre de 2001 definió al mundo entero como zona de Guerra contra el Terror. El presidente Obama continua haciendo uso de esa autorización para santificar su guerra de los drones. La Guerra contra el Terror causa muchísimas más muertes de civiles inocentes que el terrorismo y además provoca que la violencia venga a nuestro terreno. Esto se tolera porque para los europeos, y sobre todo para los americanos, esos sitios están muy lejos. La historia del colonialismo demuestra que la violencia “vuelve a casa”. La retórica del miedo y la agresión militar fortalece los argumentos de los yihadistas y alimenta un ciclo vicioso de represalias y odio mutuo.

Llamemos a las cosas por su nombre. Que el impacto emocional y la rabia, naturales y comprensibles, que nos causan las matanzas de inocentes no nos hagan perder la cordura y la ecuanimidad. No es el Islam el causante de este círculo vicioso de terror y odio. Los criminales que cometieron las matanzas de París y los jóvenes europeos que se unen al llamado Estado Islámico (EI) en Siria son miembros de una generación de jóvenes radicalizados, nihilistas, salidos de los entornos de la noche, la delincuencia, las drogas y en muchos casos criados en la marginalidad de los suburbios obreros de las grandes ciudades europeas. Olivier Roy, estudioso de la geopolítica del Oriente Medio habla de una “islamización del radicalismo más que una radicalización del Islam”, y añade: “Estos chicos se unen al EI porque éste les ofrece la narrativa más excitante del mercado. Con ella se pueden hacer titulares. Gritan “Allahu Akbar”, pero matan igual que los asesinos de Columbine en los EE UU. Y tienen las mismas motivaciones: frustración, narcisismo, nihilismo, fascinación por la muerte y actitudes suicidas”.

Las ideas y doctrinas de estos grupos radicales son conocidas para la comunidad musulmana. Son jariyitas, literalmente “los que se salen del camino”. Son nihilistas en su filosofía, idéntica a los terroristas rusos de final del siglo XIX, y sus motivaciones proceden de estados de la psique que las ciencias del Islam definen como las “enfermedades del corazón” que deben evitarse para acercarse a la aceptación de Allah y por tanto para dar sentido a la propia vida: el odio, el resentimiento, la ingratitud, la arrogancia y el sentimiento de superioridad, unidas a la falta de empatía y al desprecio por los demás seres humanos. Estos individuos no solo ven a personas de otra religión como piezas de caza a las que sacrificar, hombres, mujeres y niños, sino que profesan el mismo odio implacable contra los musulmanes. De hecho, la mayor parte de las víctimas son musulmanas.

La narrativa que los musulmanes de Occidente debemos propagar con firmeza y articular con claridad empieza con el Nombre de Allah, el Misericordioso, el Compasivo, con cuya afirmación empezamos todas nuestras palabras y nuestros actos. La civilización del Islam ha sido a lo largo de la historia una civilización de adoración de Dios y de justicia, un santuario de protección para otras comunidades, una sociedad caracterizada por la compasión, la generosidad, la hospitalidad y el cuidado de los pobres y de los más necesitados.

La naturaleza de las matanzas terroristas recientes en las que la muerte, el caos, la destrucción y una crueldad inusitada se desatan súbitamente, irrumpiendo en la plácida zona de familiaridad de una sociedad acomodada, es producto de esa misma sociedad y fruto directo de un sistema que necesita crear el monstruo para fortalecerse. Las películas de terror, las de ciencia ficción y los videojuegos violentos nos están preparando para aceptar una descripción de la realidad donde monstruos de otros mundos, literales o figurados, amenazan nuestra seguridad. Islam no es el “otro”, ni los musulmanes los extraños peligrosos ni los barbaros. La mayoría de los musulmanes que viven en Europa y en América son ya segunda y tercera generación y están completamente integrados. Justin Trudeau, el nuevo primer ministro de Canadá ofrecía recientemente un poco de luz en medio del discurso tóxico de los políticos occidentales, acusando a Donald Trump de ser no sólo ignorante, sino un irresponsable al “pintar al EI con una brocha gorda que cubre a todos los musulmanes”, y declaraba en una entrevista que su posición es “firme en contra de las políticas del miedo, la división, la intolerancia y la retórica del odio”.

Debemos exigir a los Gobiernos de nuestros países un verdadero proceso de consulta y de prácticas legales, sociales y políticas donde los musulmanes estemos representados. La justicia, la honestidad y la clemencia, que han sido siempre los rasgos distintivos de las sociedades musulmanas durante siglos, serán también los que definan a nuestras comunidades en Occidente. Los sistemas legales de nuestros países están en constante evolución, redefinición y desarrollo, y los musulmanes debemos luchar, nadie lo va a hacer por nosotros, para que nuestras legítimas aspiraciones y necesidades se contemplen y sean respetadas.

El terrorismo genera confusión. El miedo y las sospechas inundan las mentes de los ciudadanos acerca de los musulmanes. En medio de este ruido estridente debemos permanecer en calma, afirmando con una tranquilidad que sólo puede proceder del espacio interior, sosegado por el recuerdo de Allah, lo siguiente: el mensaje del Islam es belleza y no terror; los musulmanes se distinguen por su nobleza de carácter, compasión, generosidad, misericordia y prudencia (taqwa de Allah). Los musulmanes construyen y no destruyen. Los musulmanes fomentan la concordia con sus vecinos. La buena vecindad es característica de la sunnah de nuestro Profeta y Mensajero. Los musulmanes respetan la vida de todo ser humano por el honor y la distinción que Allah ha otorgado a la criatura humana, por encima de todas las demás criaturas, y desean el bien, la guía y el éxito a los demás seres humanos. Los musulmanes son una fuerza regeneradora por sus actos de hospitalidad, de generosidad, de compasión y de honestidad. Esa es la enseñanza y ese es el ejemplo del Mensajero de Allah, paz y bendiciones de Allah sean siempre con él. “Mira en el espejo de tu corazón y encontrarás las respuestas a todas tus preguntas”, dice Abul Abbas Al Mursi, el gran sufí de Al Ándalus. Esta vía de la introspección libera al individuo de la esclavitud impuesta por otros en sus opiniones y pensamientos, y le rescata de ser parte de “las masas” a las que los medios de comunicación (mass media) dirigen sus mensajes. Ese espacio interior en calma es el fundamento de la cordura, lo que nos permite ser conscientes de la responsabilidad de nuestros propios actos y de nuestros deberes hacia los demás.

Nuestra condena del terrorismo no es sinónimo de conformismo, ni implica un resignado sometimiento a la sociedad capitalista y a sus principios. Del mismo modo que condenamos el terrorismo, condenamos también las fórmulas matemáticas injustas del interés bancario, el expolio de los recursos naturales, la moneda sin valor intrínseco, los mercados de futuros, la economía especulativa y la actividad industrial que, gobernada por los imperativos de la usura, envenena el aire, contamina los mares y arrasa la Tierra. La prohibición de la usura en todas sus formas es un criterio firme de nuestra creencia y de nuestro modo de vida. Todo el dinero del mundo no puede comprar la hermandad, la certeza y la nobleza de carácter. Y todo el poderío tecnológico y militar y las intrigas de los maquinadores no pueden enmascarar la verdad.

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