La civilización tecnológica o el síndrome de Diógenes

El cuadro de Diógenes, Jerome Gerôme (1860)

Mencionar el llamado “síndrome de Diógenes” en seguida nos hace pensar en esa patología que sufren algunas personas aisladas, con frecuencia ya ancianas, cuya compulsión las lleva a acumular cosas y cosas, como si los objetos pudieran defenderlas de su miedo a la soledad, a la provisión (su falta, más bien) y, al final, a la muerte.

Pero… ¿se nos ha ocurrido pensar que esa enfermedad, después de todo, no es más que una especie de metáfora de nuestro mundo actual; una hipérbole que, vivida en individuos concretos, se convierte en una alegoría de la misma compulsión que mueve a nuestra sociedad como ser social y como compendio de individuos?

Porque… ¿qué es sino una compulsión enfermiza ese afán por acumular bienes que mueve a tanta gente a una vida de usura y avaricia? Entre los poderosos no es raro encontrar personas que acumulan tanto patrimonio que necesitarían decenas de vidas para poder disfrutarlo: casas que ni llegarán a visitar, piscinas que no utilizarán nunca, aviones y vehículos variados que se acumulan en garajes y almacenes sin posibilidad de usarlos… Y nunca es bastante. Siempre hay alguien que tiene más y eso les come la moral. Pero entre las personas corrientes, no es raro encontrar a quienes nunca les basta con todo ese compendio de aparatos y tecnologías que la sociedad consumista ha ido convirtiendo en necesidades hasta el punto de que si te faltan te sientes indefenso: televisión, coche, ordenador, móvil, smartphone, lavadora, frigorífico, cafetera, plancha, calefactor, aire acondicionado, secador, DVD, videoconsola, teléfono… ¡Bueno!; añada el lector a voluntad. La lista podría ser tan larga que necesitaríamos varias páginas para nombrarlos y el director del periódico me iba a echar para atrás el artículo porque tiene demasiadas palabras. Pero lo más gracioso es que muchos de esos objetos se tienen de dos en dos (y en algunos casos no precisamente baratos; un coche, por ejemplo, ya vale un dinero; pero dos…). Y si no es a la vez, es en el tiempo, de modo que, como los avances tecnológicos envejecen muy rápido porque el mercado ya se encarga de ir renovando con nuevas modas y prestaciones, con nuevos programas y lectores electrónicos, nuevas energías, nuevas baterías, etc., pues hay que estar cambiándolos aunque el antiguo todavía sirva. Si no, uno se queda anticuado y descolgado de la modernidad… ¡Ea!

Puede que nuestro síndrome de Diógenes tenga la variante de que no quiere tener presente todo lo que acumula (o desecha para acumular el sustituto nuevo); pero si pudiéramos ver los lugares donde se amontona todo lo que desechamos sin más necesidad que la locura tecnológica y usurera en que nos tienen metidos, ¡vaya si comprobaríamos hasta dónde nuestra vida es un perpetuo síndrome de Diógenes a lo bestia!

Y, sin embargo, Diógenes, en realidad, no tenía algo parecido, ni de lejos, a esa enfermedad; este filósofo griego promulgaba la independencia de las necesidades materiales para hacernos más libres y de él se cuenta, por ejemplo, que un día viendo beber a un niño agua de una fuente con sus manos, el pensador, que sólo tenía como pertenencias un zurrón, un manto y una escudilla, dijo: “Viendo a este niño he comprobado que todavía tengo cosas superfluas”. Y tiró la escudilla.

Los musulmanes tenemos más claro que Diógenes las ventajas del desapego. Después de todo, ese filósofo y su grupo ya tenían dudas existenciales que les llevarían a enfrentarse con Platón. Pero si algo nos aclara el Islam es que esta civilización tecnológica y desmesurada se autodestruye ahogada en sus miedos y sus compulsiones y, de paso, destruye y arrasa el medio natural y los valores que hacen al hombre ser hombre y no una prolongación de sus aparatos (tecnológicos) y un esclavo de quienes los diseñan para este Matrix en que vivimos.

Es Allah quien nos dice en Su Libro: “No alcanzaréis la virtud hasta que no deis de lo que amáis” (Sura de la Familia de Imran, 92). Que sólo puede hacernos pensar que lo que nos hace grandes no es “tener”, sino “dar”. Y que si de veras queremos ser libres y acercarnos a la verdad de la existencia (lo que también nos hará más felices) tenemos que escapar de ese síndrome de Diógenes en que está atrapada la actual civilización en que vivimos.

 

Yahia Ballesteros es profesor de Historia y Geografía en un I.E.S. andaluz. Tiene publicadas obras de poesía, novela, teatro y ensayo y ha recibido premios como el Río Henares de sonetos (Guadalajara), el Primer Premio del Ministerio de Educación y Ciencia de Teatro (Madrid) o el de novela de Olula del Río (Almería). Dirige la revista internacional de teatro y literatura Alhucema. Páginas con obra suya: https://sites.google.com/site/emilioballesterosalmazan/

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