Nací en Mar del Plata, pero soy de Miramar; ambas, ciudades veraniegas del sur de Buenos Aires. Mis padres se separaron, y mi hermano y yo crecimos al cuidado de mi madre, que trabajaba muchísimo como psicóloga en gabinetes escolares y consultorios, y mi abuela, católica ferviente (de las que rezan arrodilladas al costado de la cama). De chica iba a clases extras de catequesis y tomé la comunión, entre lágrimas.
Luego me decepcioné. Y fui atea bastante tiempo. Siempre quise independencia y, a los dieciocho, trabajé para ahorrar y me fui a vivir con un novio bastante mayor a Mar del Plata, buscando cultura y amplitud de horizontes. Estudié dos años Literatura, y me quemé la cabeza. La relación, que era mala, me apagó el alma y decidí hacer terapia. Cuatro meses bastaron para dejar todo, el novio, la casa y el trabajo. Cosas que hacía porque era el discurso establecido pero no porque fueran coherentes con mi naturaleza. Leí El arte de amar, Siddartha y Las mujeres que aman demasiado, y por el apoyo que encontré en esos textos consideré que, más que la terapia, me salvaron los libros.
A los veintiuno entendí que la vida es algo más que estudiar, trabajar y formar una familia, pero no sabía exactamente qué. Empecé a buscar «lo real». No soportaba los trabajos donde me explotaban y no valoraban mis aptitudes. Ni soportaba compañeros empeñados en agradar al jefe o ganar dinero olvidándose de su humanidad.
Estudié Artes Visuales con orientación en cerámica, con mucha rebeldía y a los tumbos. Incursioné en el maha-yoga y el budismo de la SGI, muy humanista y moderno. Me fui a vivir un tiempo con mi papá, para conocerlo un poco, y conocí a un gaucho ladino con quien me fui de viaje «sin destino». En Humahuaca ya no podía tolerar sus borracheras y arrebatos y no sabía para dónde salir, y bajo el azul profundo del cielo, en una sombra que encontré, me puse a repetir «Nam miojo rengue kio, nam miojo rengue kio» (‘Me consagro al Sutra del loto, me consagro al Sutra del loto’, mantra budista); pero no pasaba nada. ¡Dios mío! ¡Por favor, ayúdame!, dije entre llantos, y por fin pude sentir algo de alivio.
A los veintisiete trabajé en una librería donde conocí a Abdul Karím, el imam de un grupo de musulmanes de Mar del Plata. Al verle la barba, el gorrito, la ropa… lo bombardeé a preguntas. Todo lo que transmitía era amoroso y sincero. En la primera reunión, supe que era el lugar indicado y la gente indicada. Hice mi primer salat llorando. Ese invierno mi mamá volvió a ser creyente y se convirtió al Islam.
Conocí a Abdul Wakil, nos enamoramos, nos casamos y me fui a vivir a Lobos, como quien se tira a la pileta, un pueblo a 100 km de Buenos Aires. Hoy tengo treinta y dos años, mi mamá murió el ramadán pasado y mi hijo de un año aprendió a caminar en la mezquita que construimos en el patio de casa. Al lado armé un taller de alfarería, que para mí y mis catorce alumnas es un oasis, por lo verde, por lo lindo y por lo raro. “Ahí es todo exótico -dijo una de ellas-. Ella, con su pañuelo, la música y la mezquita llena de alfombras y caligrafías”. Cada dos por tres las charlas sobre arte se mezclan con la vuelta a lo natural, las necesidades humanas y los valores.
Hoy, alhamdulillahi wa shukrulillah, hago lo que me gusta, enseño arte cerámico y desarrollo mi obra para comunicar esta experiencia maravillosa que es abrazar el Islam, estar vivo y amar.