La amenaza roja

ucrania

Las ambiciones imperiales de Rusia han sido confirmadas con su éxito al anexionarse esa pequeña península en la que se encuentra la base naval de Sebastopol. Esta península es inútil para los ucranianos, empobrecidos por las intrigas de la clase política, acerca de la cual Zbigniew Brzezinski recientemente tuiteaba que una posible solución para la crisis económica del país pasaría porque los oligarcas cooperasen para poner fin a la debacle. La adquisición por parte de China de su primer portaaviones ucraniano, por supuesto, no ha sido vista con buenos ojos desde Moscú.

La técnica utilizada ha sido inteligente: soldados rusos posando sin uniforme que les identificara. En caso de que la crisis en Crimea se les fuera de las manos, Putin podría renegar de los “matones” y organizar una retirada controlada. La población de habla rusa respondió de forma favorable. Ucrania era demasiado débil para resistir militarmente, lo que ha resultado en un referéndum, y hemos sido testigos de cómo la península ha cambiado de manos.

El flagrante desprecio de Rusia por las normas internacionales le ha costado peligrosas críticas y enemistad por parte de aquellos que desean mantener la paz universal y buscan el fin de la enemistad. Barak Obama condenó la adquisición de Crimea por parte de Rusia “de forma ilegal” y se pronunció, de forma poco convincente, acerca de ciertas consecuencias que podrían desencadenarse. Obama dijo: “No les conviene ningún tipo de confrontación militar con nosotros, entendiendo que nuestras fuerzas convencionales son significativamente superiores a las rusas. Una guerra no es necesaria”. Es cierto que los movimientos rusos no pueden desencadenar una guerra con los Estados Unidos, ya que las consecuencias serían devastadoras, además de alterar las políticas estratégicas de Washington en el continente. Rusia también ha sido expulsada del G8.

El temor a una futura agresión Rusa se centra ahora en el este de Ucrania. En esta zona conviven nacionalistas ucranianos junto a numerosas poblaciones de habla rusa. La perspectiva de unirse al poder creciente de Rusia, que mantiene a Ucrania rehén en el campo energético, tiene motivos más allá del apelativo lingüístico o étnico. El pésimo estado de la economía ucraniana da pie a que las empobrecidas masas busquen trabajo fuera de Ucrania, incluyendo Rusia. Esto no quiere decir que Rusia tenga planes concretos sobre Ucrania más allá del este del Dniéper. La apuesta que Putin hizo con respecto a Crimea explica la naturaleza oportunísima del asunto, aprovechando la crisis en lugar de crear un impulso político a largo plazo desde dentro de la Federación Rusa como preludio a la invasión, como sucedió con la invasión estadounidense de Irak.

La importancia estratégica de la península de Crimea es fácilmente comprensible. La península ha sido sede de las unidades navales rusas en el Mar Negro desde el siglo XVIII y también alberga algunas bases de sus ejércitos de tierra y de aire. El mar Negro siempre ha sido para Rusia una especie de recordatorio de sus limitaciones marítimas. Algunas pistas sobre las intenciones rusas fueron proporcionadas por Zbigniew Brzezinski en 1997, en su libro El gran tablero mundial. El libro se ocupa de los problemas geopolíticos más importantes que afectan al continente euroasiático superior, así como las respuestas estadounidenses a estos problemas.

Apuntando que la pérdida de Ucrania «representó un enorme revés geopolítico», obligando a los rusos a «repensar la naturaleza de su propia identidad política y étnica», Brzezinski escribe que «sin Ucrania, Rusia deja de ser un imperio euroasiático». Desde principios de 1990 Rusia ha estado actuando como una especie de imperio post-moderno, utilizando los vínculos económicos y comerciales con Estados ex soviéticos para recrear una red de poder, con Rusia en el centro, con la esperanza de ejercer la hegemonía sobre su «exterior cercano» a través de una variedad de organizaciones como la Comunidad de Estados Independientes (CEI), la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) y la Comunidad Económica Euroasiática (CEEA). Estos programas multilaterales se complementan con las conexiones de infraestructura entre Rusia y muchos de los antiguos Estados soviéticos, como los oleoductos y gasoductos que se extienden por Europa desde Rusia. No es difícil pensar que Rusia no esté tentada por la observación de Brzezinski que «si Moscú recupera el control sobre Ucrania, con sus 52 millones de habitantes y grandes recursos, así como el acceso al mar Negro, Rusia, de nuevo, automáticamente recupera los medios para convertirse en un poderoso Estado imperial, que abarca Europa y Asia.

Lo que ha ocurrido en Crimea es la expansión territorial, de facto, de Rusia. Si tuviéramos que deducir de la historia los imperativos geopolíticos de un Estado, entonces la expansión territorial puede parecer la solución, siendo el imperativo, la necesidad de aprovechar la geografía estratégica para superar las amenazas a su soberanía. En el caso de la guerra de Crimea; aunque el acuerdo naval firmado en 2010 dio a Rusia el acceso hasta el 2042, como parte de un paquete que aseguraba a Ucrania descuentos energéticos especiales, no fue suficiente. El derrocamiento del “amigo” de Rusia, el ex presidente Yanukovich, ilustra la naturaleza inestable de la democracia. Para Rusia, este parecía el momento oportuno para sacar provecho de la crisis política endémica en Kiev, y para resolver de una vez por todas la cuestión de la situación política de la península, y de la base naval, y de privar a Ucrania de su moneda de cambio más significativa en contra de Rusia, siendo la otra los oleoductos y gasoductos que conectan Europa occidental con la Federación Rusa.

Durante un siglo pareció que el mundo había cambiado irrevocablemente. En comparación a la experiencia dinámica de los imperios, antiguos y modernos, el período transcurrido desde 1900, al cual Halford Mackinder llamó “el final de la Época Colombina”, la política mundial se ha caracterizado por la parálisis: fronteras fijas, la guerra civil y el parlamentarismo; parecía que el destino político del hombre estuviera avocado cada vez más al «campamento»: pequeño, cerrado, controlado, movimiento constreñido y estar sujetos a la aprobación bajo licencia. Esto, unido al efecto del prohibitivo recorte presupuestario de los Estados. Se esperaba incluso que los propios Estados se abstuvieran de participar en guerras, siendo la guerra civil el resultado inevitable.

Según Mackinder, el final de la Época Colombina señaló la llegada de un «sistema político cerrado», donde «todas las explosiones de fuerzas sociales que se produzcan, en vez de disiparse en un circuito circunvecino de espacio desconocido en el que dominan la barbarie y el caos, serán fielmente reflejadas desde los más lejanos rincones del globo, y, debido a ello, los elementos débiles del organismo político y económico del mundo serán destrozados”.

Este «sistema político cerrado», consecuencia de la congestión imperial, marca el mundo que hoy día conocemos. Fue el resultado final de una Revolución industrial que presenció cómo las actividades financieras y la industria armamentística aumentaron el poder estatal más allá de lo históricamente imaginable. Las nuevas y terribles armas desarrolladas vieron la luz de la mano de ideas como las organizaciones internacionales para mantener la paz, las cuales eran rápidamente aceptadas. La expansión financiera a través de la política mercantilista, los empresarios privados, las sociedades por acciones y la aceptación del papel moneda, esbozaron Estados dentro de una red de relaciones complejas e interdependientes. Esta primera experiencia globalizadora facilitó la aceptación de nuevas ideas acerca de la política global; estando el énfasis principal en el factor restrictivo de los acuerdos legales para mantener la paz política, como fundamento necesario en la regulación estabilizadora necesaria para la expansión comercial sin el monopolio de la violencia, como fue el caso de la Compañía Británica de las Indias Orientales. ­­­­­Estas ideas estaban enraizadas en filosofías racionalistas de los siglos XVII y XVIII, que encuentran su primera expresión en el contexto cambiante político en la sociedad europea, marcada por episodios como la Revolución francesa.

La Revolución francesa señaló la llegada de una nueva era y método de política. El nacionalismo podía movilizar a cientos de miles de ciudadanos para la guerra. El nacionalismo también serviría para movilizar a la población española contra las tropas de Napoleón en la Península, con efectos devastadores, y con ayuda de potencias extranjeras. La clara distinción entre militar y civil se volvió borrosa, y lo mismo ocurrió con las leyes de guerra. La tremenda conmoción causada por las Guerras Napoleónicas, una especie de preludio de la devastación que se llegaría a sufrir un siglo más tarde, fue abordado por el Congreso de Viena, en un intento de crear armonía y paz en Europa a través del equilibrio de poderes que fuese posible gracias a la reconfiguración territorial. A pesar de los grandes esfuerzos de los poderes conservadores para restablecer la continuidad política del siglo XVIII, el genio salió de la lámpara y sembró el caos en todo el continente. La «explosión de fuerzas sociales» durante y después de este periodo significó que los principios de organización social que se arremolinaban alrededor del Atlántico Norte finalmente encontraron su lugar alrededor del mundo en las corrientes de cambio histórico y geopolítico.

Fue a partir de unos Estados Unidos bastante revolucionarios al otro lado del Atlántico Norte, que los nuevos principios de orden mundial serían promovidos enérgicamente. La visión de Woodrow Wilson en 1918, por ejemplo, incluía «una asociación general de naciones… formada bajo convenios específicos con el fin de ofrecer garantías mutuas de independencia política e integridad territorial para Estados grandes y pequeños por igual”. Fue el jurista alemán Carl Schmitt quien señaló que las formas de poder estaban cambiando, pero su lógica continua activa: «El imperialismo americano –escribió− es sin duda un imperialismo económico; pero, como tal, no es ni un ápice menos imperialista».

En el contexto de Estados soberanos territorialmente estáticos, el imperialismo siguió la lógica de poder de la ciudad-estado clásica. «Para los Estados territoriales, el poder y la riqueza se lograban a través de la adquisición de más tierras −escribe el historiador Geoffrey Parker−, mientras que para la ciudad-estado esto era el resultado del comercio”. Fue en este contexto de hegemonía norteamericana de posguerra que los dos requerimientos del capitalismo: fronteras estables y «Gobiernos de ley, no de hombres», se convirtieron en norma. Fue también en este ámbito del orden mundial en el capitalismo puso su huella; la guerra como continuación de la política nacional fue moralmente condenada y posteriormente ilegalizada.

Morgenthau escribe: «La política exterior de no intervención fue el principio liberal del laissez faire transferido a la escena internacional». Esta intervención sería, cada vez más, la prerrogativa de organismos internacionales, generalmente precedidos por crisis humanitarias. Cuando Schmitt escribió: «Nomos fue la objetivación de la polis», aludía a este fenómeno, que el orden mundial es el reflejo de las estructuras estatales dominantes, o en términos simplificados, que el derecho internacional puede ser visto como la objetivación del Estado constitucional capitalista.

La idea del Estado como una entidad fija en el tiempo y el espacio (¿el fin de la historia?), que lo convierte en una parte del todo, supeditado a entidades capitalistas supranacionales, ha sido temporalmente demolida por la anexión rusa de Crimea. Este evento, relativamente pequeño, no puede ser comparado con la independencia de Kosovo, la secesión de Sudán del Sur o la invasión estadounidense de Irak, sino más bien debe ser analizado como una consecuencia de la crisis financiera global que ha dañado la credibilidad del capitalismo-financiero. En contraste con estos eventos, lo que ha ocurrido, como hemos mencionado, ha sido la expansión territorial de facto de Rusia dentro del marco jurídico internacional capitalista.

Esta situación ha deshecho la idea del derecho internacional como una especie de institución sacrosanta que ayuda a una transición mundial de “lucha de todos contra todos” hacia la eterna paz democrática y de libre mercado. Esto no quiere decir que lo que queda del cuerpo de derecho internacional este acabado, pero ha demostrado su irrelevancia contra la lógica del poder a un nivel global. Las acciones rusas han sido confirmadas por la famosa observación de Tucídides: “Los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben”.

Es en el “Diálogo de los melios” (pasaje del Libro V (85-113) de la Historia de la Guerra del Peloponeso), hábilmentenarrado por Tucídides, donde encontramos, de la forma más elocuente, la cuestión del poder ante los ideales. Los atenienses, imperialistas democráticos por excelencia, viajaron a la isla neutral de Melos para insistir en su rendición y su alianza a la Liga de Delos. El hecho de que Melos fuese un aliado de Esparta jugó un papel importante, pero más importante aún era que la isla estaba situada estratégicamente en las rutas marítimas atenienses. Si la isla caía bajo el dominio de la Liga del Peloponeso, podría servir como base para socavar el poder marítimo ateniense. Parafraseando a Tucídides, “lo que hizo inevitable la anexión de Crimea fue la continua expansión de la OTAN y el temor que esto causa en Moscú”.

Las demandas atenienses para que Melos se rindiera y pagara el tributo fueron rechazadas por los habitantes socráticos de Melos, que insistían en que su posición estaba junto a los dioses, los cuales estarían de su lado. Los atenienses respondieron: “De los dioses creemos, y de los hombres conocemos, que por una ley necesaria de la naturaleza gobiernan siempre los que pueden. Y no es como si fuéramos los primeros en hacer esta ley, o en actuar sobre ella: nos dimos cuenta que existía antes que nosotros, y existirá para siempre después de nosotros; todo lo que hacemos es hacer uso de ella, sabiendo que vosotros, y todo el mundo, teniendo el mismo poder que tenemos, haríais lo mismo que nosotros”. En esta respuesta ateniense se encuentra la lógica del poder: que los hombres “gobiernan donde pueden”.

Esa ley hecha por el hombre no gobierna, sino que sirve para limitar la acción cuando a los hombres les resulta conveniente. La posición de Atenas es una reminiscencia de Trasímaco de La República de Platón, quien dice: “La justicia no es más que la ventaja del más fuerte”.

Incluso si uno tuviera la esperanza de que la ONU hubiera evolucionado más allá de los estrechos intereses de los Estados dominantes en el sistema internacional, habría que consultar la excelente publicación de Cambridge, Grandes Potencias y Estados fuera de la Ley, que señala que desde el Congreso de Viena “una cierta continuidad de la estructura” sustentada en la “soberanía jurídica” ha sido evidente dentro de la compleja interacción de las negociaciones que llamamos derecho internacional.

Lo que este libro demuestra es que el derecho internacional se ha convertido en un arma en manos de las grandes potencias que, como los antiguos Griegos, utilizan el poder del ostracismo para eliminar a sus enemigos de la Asamblea, colocándolos en la tierra de nadie del realismo político, donde las reglas de poder, y donde, irónicamente, una cierta libertad de maniobra permite que la claridad de Tucídides emerja.

El autor señala que “es importante que las grandes potencias se vean a sí mismas actuando a la sombra de la ley internacional”, y que haya una “práctica de la voluntad a la existencia de nuevos regímenes jurídicos en los momentos de crisis constitucional en el sistema internacional” que conduzca a una hegemonía legalizada. En resumen, como explica Schmitt, no existe ninguna “judicialización” de la política internacional, pero sólo una “combinación de los precedentes históricos, máximas morales, reproducciones estereotipadas de los tratados [y] las relaciones diplomáticas” temporales y que cada ordenamiento jurídico tiene una base espacial específica y por lo tanto no puede haber leyes de derecho internacional indiscriminadas.

Es posible que Putin actuara en Crimea por la sencilla razón de que desee ser recordado como uno de los “grandes” de la historia rusa, una reversión de la desgracia postsoviética y la vergüenza de los años de Yeltsin. Él, sin duda, tiene en mente el ejemplo de Mao Zedong, recordado con cariño por las masas chinas al haber unificado China después de la Guerra Civil, y ello, a pesar de los millones de vidas que se perdieron como resultado de sus experimentos sociales.

Para entender los fundamentos filosóficos de un orden capitalista legal, haríamos bien en citar al famoso físico cuántico, Einstein: “En la medida en que las leyes matemáticas se refieran a la realidad, no son ciertas; y en la medida en que sean ciertas, no se refieren a la realidad”.

 

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