Juventud eterna 1

En la juventud musulmana radica hoy la fuerza capaz de regenerar la sociedad y establecer un nuevo nomos en la Tierra, el Din del Islam

“El hoy es malo, pero el mañana… es mío”

Antonio Machado, A una España joven

La búsqueda de la eterna juventud llevó a Dorian Gray hasta el extremo de la muerte porque para mantener su juventud, la vida que anhelaba, había de arrancársela a los demás… Sólo su imagen reflejada en el retrato oculto mostraba la realidad innegable de la que no se puede escapar, el deterioro del rostro reflejaba la degeneración de su alma.

Tomando como ejemplo esta archiconocida historia, tan genuinamente wildeniana, se podría decir que representa −entre las muchas enseñanzas que encierra esta obra− una sencilla metáfora del actual sistema neocapitalista, que en aras de una felicidad quimérica, destruye la naturaleza de la vida, el mismo planeta… y que, como el desdichado personaje de Dorian, rezuma hedonismo, un individualismo atroz, una ilusión de inmortalidad…

En su ensayo La juventud domesticada, David P. Montesinos sostiene la tesis de que “la juventud de nuestro tiempo ha sido domesticada”. Define “domesticar” como ‘desproveer al salvaje de su espontaneidad, capacidad creativa y sensatez para distinguir entre el engaño y la realidad’. Y teme que “en nuestras sociedades tardo-industriales se haya cumplido la paradoja de que las categorías de lo juvenil hayan impregnado como valor afirmante dominios que van mucho más allá de la moda o el pop, al tiempo que los jóvenes han visto misteriosamente desactivado su poder transformador”.

El territorio de la juventud se ha expandido de tal manera que los límites entre la adolescencia y la edad adulta se han difuminado. Hoy la juventud se desdibuja, abolida como etapa vital plena de significado… Se expande, por un lado, hacia la niñez −los niños se hacen adultos prematuros, inmaduros, más desamparados en la medida en que son más exigidos (aunque sean más capaces tecnológicamente), también más dañados por el creciente desapego con sus padres…, despojados del impulso natural de esa “juventud de despegue”, que ya no será reconocida ni anhelada en su verdadero momento−, mientras que, por otro, se prolonga ad infinitum hacia edades avanzadas −vana ilusión de perpetuidad− en un artificio que vela el cada vez más cercano momento del encuentro con la muerte…, pero ¿acaso hay algo más reaccionario que pretender “petrificar” la juventud?

Dorian Grey, tal como Fausto, pactan la eterna juventud, pero, en palabras de Heidegger: “Desde que nacemos somos lo suficientemente viejos como para morir”. El mito de la inmortalidad y de la fuente de la eterna juventud persiste desde la noche de los tiempos, también en la sociedad del primer mundo contemporánea, amparada en los logros de la medicina y de la ciencia en general, y que no quiere pensar ni hablar de la muerte. La juventud se convierte así en símbolo de la sociedad de este tiempo, englobando la totalidad de la vida psíquica actual.

La juventud natural queda considerada como algo “antiguo”. Porque ahora representa un concepto cultural antes que biológico, que ya no pertenece a los jóvenes. Constituye una idea total. Más precisamente, lo juvenil nace como concepto sociológico después de la Segunda Guerra Mundial. Jóvenes ha habido siempre, pero por primera vez se presenta como algo disociado. En palabras de Montesinos: “Las naciones hiperdesarrolladas han ido desactivando la energía transformadora que, siendo natural o consustancial al joven, sólo cristaliza culturalmente de forma sólida en la segunda mitad del siglo XX. Y no lo han hecho –como a veces se pretende− por la vía de la represión, sino más bien por la de la apropiación: los sistemas mediáticos –y no sólo los mediáticos− de dominio habrían diseñado la estrategia perfecta para absorber y metabolizar en forma de simulacro la cultura juvenil surgida de las calles, obteniendo el efecto perseguido al haber impregnado a toda la sociedad de la ilusión de la eterna juventud”.

De este modo, el tradicional proceso de transmisión entre generaciones pierde su sentido y trascendencia. Las nuevas identidades anómicas se configuran hoy en la transversalidad, fuertemente influenciadas por internet, despreciando el inmenso valor de la experiencia acumulada. Es el tiempo del hombre que –como leí en algún lugar− “al levantarse en la mañana no sabe si mirar por la ventana de su casa o mirar el planeta a través de la pantalla de su ordenador”; “cuando el desencuentro entre realidad y virtualidad delatan otra temporalidad, y las generaciones, con su clásica juventud, pierden sus viejas fronteras”, en palabras del doctor Fernando Yurman. Y los migrantes digitales adultos se encuentran en inferioridad de condiciones ante los jóvenes nativos, originarios, de esta “civilización científica”.

“El gran problema del adolescente de hoy no es que luche contra sus mayores, sino –mucho peor− que ‘ha apartado al adulto de su vida”… Ya en los años cincuenta, simbolizados en Rebelde sin causa, se vislumbraba el devenir de esta sociedad posmoderna, que sucumbe en el nihilismo y ha perdido su horizonte, y que, al igual que el atormentado protagonista de esta película, interpretado por James Dean, “lo que le pasa es que no sabe lo que le pasa”, y ha de “inventarse” una nueva e imposible familia ante la incomprensión de la propia, sumida en una abismal incomunicación. Porque todo lo que se llame “cultura juvenil” es nihilista por naturaleza, y su forzada prolongación, una aproximación al suicidio. Y quizás no encontremos mejor ejemplo en toda la literatura universal de este vínculo indisociable entre juventud y muerte, con todos los respetos por el impresionante Retrato de Dorian Gray de Wilde, que en Las desventuras del joven Werther de Goethe.

Pero, tal vez, lo que la juventud tema no sea tanto la muerte sino “vivir” como lo hacen los adultos de hoy en día. Probablemente su resistencia a envejecer radique en una natural reacción ante ‘el envejecimiento de la sociedad’. No contra el natural proceso biológico de la senectud, porque cuántos ‘viejos’ son más jóvenes que muchos jóvenes, sino ante la terrible perspectiva de ser asimilados en “la tartufería –en palabras de Nietzsche− de los mansos animales domésticos (quiero decir, de los hombres modernos, quiero decir, de nosotros)”.

El debate está abierto porque la fuerza de la juventud resurge con cada nueva generación, como esa florecilla que encuentras siempre en una grieta del duro asfalto…, y, a pesar del sobrecogedor sistema educativo (instituciones académicas: escuelas, institutos, universidades; medios de comunicación y divertimento, etc.), que ahoga toda posibilidad de preservación de su espontaneidad y que la debilita, a cada momento surgen, indeclinablemente, manifestaciones “juveniles” de inconformismo y rebelión… que el propio sistema intenta −y normalmente consigue− acallar, desprestigiar, desactivar… impidiendo que de ninguna manera estas expresiones, estas necesarias erupciones en su piel que señalan la necesidad de actuar contra la profunda enfermedad interior, signifiquen una transformación profunda ni en la política, ni en el estilo de vida, ni las relaciones humanas…

Pero la historia ha demostrado que a pesar de todos los esfuerzos y todo lo planificado precisamente en su contra, cada nueva generación nace con una nueva esperanza, como una oportunidad eterna de limpieza y regeneración, conteniendo en sí la semilla de la curación del ser humano y de la sociedad.

Serán nuestros jóvenes, insha Allah, quienes lo harán, quienes construirán una nueva sociedad…, será su momento…, pero no lo podrán lograr sino a través del encuentro con el “momento” de aquellos que han conseguido reeducarse y han vuelto a ser jóvenes en su corazón y han perdido el miedo a este mundo y se han sumergido hasta el tuétano en el Temor de Allah; la conexión entre el espíritu de los jóvenes con el espíritu de aquellos que en cualquier edad conservan, o bien adquieren, o bien recuperan… la juventud de su alma, fata, tal como Ibrahim (a. s.), quien fue joven en su juventud y en su vejez. Unos y otros, reencontrándose en el adab, en la arena de la superación y el coraje –la entrañable fraternidad de la antigua caballería−. Porque la nobleza (futuwwa) requiere transmisión, conciliación, confianza… y un espejo limpio donde mirarse.

Contrariamente a Dorian, el rostro del creyente revela –tras las canas y arrugas que completan el proceso natural del ciclo perfecto de la vida− la pura juventud de su alma… De tal manera que al mirarse en su propio espejo contempla un reflejo nítido, íntegro, de su verdadero rostro; que el cuadro que conforma su vida, sus acciones, su apariencia, es la manifestación luminosa de un corazón entero…, que refleja la verdad.

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