ISLAM Y ‘ESTA’ VIDA

Cuando se piensa en “religión”, lo habitual es pensar en normas y ritos encaminados a “la otra” vida, lo que viene después de la muerte, y en ese mismo saco se mete al Islam. Pero el din del Islam está encaminado también, y en gran medida, a “esta” vida, y es una guía para vivirla mejor y ser más felices en ella, además de en la otra.

¿Qué puede aportar el Islam a esta vida? Repasemos algunas de las cosas que supone vivir como musulmán:

En Islam, si un musulmán está en necesidad acude a otro musulmán que le pueda prestar dinero sin interés o, si es el caso, a la autoridad competente que, con los fondos del Zakat −único impuesto que el verdadero Islam tiene y es uno de sus cinco pilares− ayuda a aquellos miembros de la comunidad que lo necesiten. Siempre sin interés, pues la usura es lo más alejado del Islam que pueda concebirse. Y existen awqaf creados por particulares que dedican, a perpetuidad, parte de su fortuna a atender necesidades sociales. De esta forma, nadie se verá envuelto en las trampas de préstamos con usura, que acaban enganchándote a deudas cada vez más grandes, dependencias de quienes te prestaron y embargos en los que pierdes el dinero devuelto hasta entonces, lo que compraste con lo prestado y encima seguirás endeudado (a menudo de por vida).

En Islam, cada empresario es responsable de su empresa, cada prestamista de su préstamo −siempre sin interés−; cuando hay negocios en común, está clara la responsabilidad de cada cual y qué arriesgan y ganan en su parte de negocio, siempre con responsabilidades mutuas, claras y “personales”, con nombre y apellidos, respaldadas por testigos humanos, además de por Allah, que está más cerca de ti que tu vena yugular. Se está libre así de especulaciones de “los mercados” y entidades sin nombre (Sociedades Anónimas), en cuyos Consejos de Administración están también con frecuencia los mismos que te prestan dinero para poder invertir en esa empresa y que, en algunos momentos, puede interesarles que le vaya mal para que así tengas que pedirle más dinero; de esa forma, en la empresa en que invertiste y en la que ellos mismos participan, pueden estar perdiendo algo de ganancia, pero les compensa de sobra con lo que ganan prestándote en su “otra empresa” financiera. Y, encima, todo ese perverso juego está respaldado por leyes “constituidas” (tienen su constitución y todo) que siempre les permitirá llevar las de ganar y contar con (sustituir por para) sus abusos con los gobiernos de turno y sus medios de control político y policial.

En Islam, la competencia entre empresas, trabajadores, artesanos, comerciantes…, es noble y clara. Cada cual hace su trabajo con excelencia y ofrece lo mejor de sí y gana más en la medida en que su trabajo sea mejor y en que a todos les vaya bien, por lo que la colaboración entre competidores no sólo es sana, sino habitual. La usura, por tanto, nunca será el motor principal ni cada cual ganará más cuanto peor le vaya a sus competidores. Por eso, le serán desconocidas las intrigas en bolsa y en el mercado para hundir a competidores y las maniobras para que la propia empresa concentre la producción y comercialización en monopolios y en componendas oscuras para evitar la verdadera competencia e imponer precios abusivos.

En Islam, la moneda como herramienta de intercambio y comercio está basada en un patrón universal aceptado desde el principio de las civilizaciones y que no puede ser creado o fabricado a voluntad. Hay el que hay, que no es abundante porque así lo quiso Allah, ni se puede conseguir alterando otras sustancias: el oro y la plata. Eso permite un equilibrio de precios, una seguridad en la representación de la riqueza real que se mueve en la sociedad y una inexistencia de inflación monetaria porque no se puede crear en una máquina y meterla en el mercado como a uno le apetezca. No tienen cabida en cualquier Islam que se precie de tal, actitudes ni instituciones que fabriquen el dinero a voluntad con material barato y manipulable (papel, impulsos eléctricos…), con el que puedan poner en circulación moneda en mucha mayor proporción que la riqueza real producida. Se estará así a salvo de que la distancia entre lo representado en el papel-moneda (promesa de pago, en realidad) y la riqueza real sea tanta que el sistema se colapse y lleguen las crisis financieras con falta de liquidez y ruinas encadenadas que tiren unas de otras y llenen las calles de miseria, mendigos y delincuencia.

En Islam la palabra dada es ley. Entre musulmanes de bien ni siquiera haría falta algo escrito. Pero, por si acaso, puesto que somos humanos y podemos fallar, el testimonio personal y los contratos escritos son respetados y vigilados por los cadíes y la autoridad del emir. La confianza es la base de todo. De esa forma, se evitará una justicia basada en una maquinaria pesada, cara e ineficaz que favorezca a quien tenga más dinero para pagarla y que, para la gran mayoría, sea lenta siempre y, a menudo, cara e injusta.

En Islam, los hombres de Conocimiento (una aristocracia natural, asumida por todos y basada en un saber recibido y mantenido generación tras generación) proponen los cargos personales de poder: califa para la Umma, emir para cada comunidad, que son asumidos y apoyados por toda la comunidad. Cuando se equivocan se les hacen observaciones y críticas abiertas y nobles, desde la colaboración, no desde “la oposición” –ese concepto, aplicado a la autoridad que trabaja en bien de todos, es incomprensible desde una actitud islámica−. Todo el mundo rema en la misma dirección y no se desperdician energías enfrentándose en partes (partidos) que se opongan en un juego autodestructivo de tú-haces-yo-deshago-quítate-tú-que-me-pongo-yo, con cada parte remando en una dirección y el barco siempre a la deriva.

En Islam, los gremios articulan los sectores productivos y el mercado en un sano juego de competencias y regulación natural y colaboradora. Se evitan así enfrentamientos de unos grupos con otros en una lucha sin cuartel en la que se dilapidan más energías en movilizaciones, presiones, apreturas usureras, reivindicaciones para evitar abusos, represiones para permitirlos, que en la misma producción en sí.

En Islam, la producción va a remolque de las necesidades. Como la usura y la avaricia no son el motor, no hay por qué crear necesidades sobrevenidas para poder vender más y ganar más; de ese modo, la vida es sencilla y la producción respetuosa con el medio. La felicidad la da la armonía con el entorno, más que el tener mucho y el acumular más. No habrá, pues, compulsión en la que siempre se está “ganando poco” y por mucho que se gane hay que ganar más, con lo que la producción acabe disparándose, se creen necesidades nuevas sin cesar que provoquen más consumo, el medio natural se resienta, las aguas y el aire se contaminen, las tierras se agoten, las ciudades se congestionen y vengan crisis periódicas de sobreproducción que provoquen paro, miseria y desorden por doquier y se hagan todavía más graves si se unen a las provocadas por el desorden financiero y monetario.

En Islam, esta vida de dunia es hermosa y a disfrutar; pero es sólo un camino para el ájira: la vida eterna. Por ello, las cosas pueden estar y se disfrutan; pero pueden no estar y no pasa nada porque sabemos que éste es un “estar” provisional y sometido al dictado del tiempo y sus vicisitudes, en las que hay momentos de anchura y apertura y momentos de estrechez y angostura. Y todos son necesarios. Tener cosas, por tanto, no es el objetivo, aunque se disfruten si se pueden conseguir de forma halal (correcta y acorde con el din). Y no hay un apego a ellas tal que, si se pierden, se ha perdido todo; hasta el sentido de vivir.

En Islam, el amor es el motor de la existencia y es algo serio que merece ir siempre acompañado de responsabilidad, ternura, honor y fidelidad. Ninguna de esas palabras sonará en momento alguno como antigua o desfasada y cualquier persona (hombre o mujer) que se comprometa a vivir con otra, si ambos son verdaderos musulmanes, estará segura de que mientras estén juntos no habrá mentira ni traición entre ellos.

En Islam, la vida es adoración a Allah y, por ello, hay aceptación serena de Su Decreto. No es una resignación en este “valle de lágrimas” en el que hay que cargar con la cruz, sino la aceptación, guerrera pero serena, de que esta vida es hermosa pero dual (masculino-femenino, positivo-negativo, muerte-vida, noche-día, creación-destrucción, Su Benevolencia-Su Majestad…) Se lucha con anhelo por una vida mejor, pero se acepta lo que venga porque Él sabe más. Está, pues, a salvo del nihilismo que no ve más que una nada de la que venimos y una nada a la que vamos, en cuya tránsito sólo hay distracción y, al final, desolación, absurdo y hastío, y está a salvo de creer en un Dios con el que se mercadee, al que se le exija y rebaje y al que se denoste o del que se reniegue cuando no nos vaya la cosa como quisiéramos y, como mucho, en el mejor de los casos, se espere una recompensa en el más allá a cambio de la penuria en este calvario lleno de cruces y de culpa.

Salir de la versión móvil