‘Igualdía’

Américo Castro explica muy bien hasta qué punto el concepto de “hidalguía”, ligado de forma inexcusable al de “limpieza de sangre”, fue una lacra pesada que lastró el desarrollo intelectual y científico de España al asociar cualquier actividad de este tipo al judaísmo o al islamismo, prohibidos y expulsados.

Es ese mismo espíritu inquisitorial y beato, aunque en un movimiento pendular tan propio de lo humano (y de lo español más, si cabe) el que está en lo que yo quiero llamar igualdía: una visión absurda y aberrante de la palabra igualdad, interpretada de tal forma que en lugar de ser un valor deseable se convierte en un chiste malo y una pesada losa, mayor incluso que la de hidalguía, que al menos dejó obras de arte y gestas memorables.

Es penoso ver que alumnos (tanto chicos como chicas) brillantes, ingeniosos, creativos… tienen que aparentar no serlo, disimular su inteligencia, su iniciativa, maquillar sus resultados académicos (a la baja) para no desentonar en ese aplastante y anodino espíritu de igualdía que el sistema ha ido imponiendo como ley de hierro. Mientras tanto, la estulticia, la astucia, las intrigas pendencieras, la vagancia, la chulería de toda laya campan por sus respetos y encuentran territorio propicio para desmanes y mafias de variada índole que, a menudo, no sólo son toleradas, sino que de manera indirecta son reconocidas y premiadas aunque sólo sea con un trato especial y con un derroche de energía que ni se merecen ni sirven para nada. Quienes trabajamos en esto de la enseñanza (llevo trabajando como profesor de secundaria más de veinte años) sabemos que el verdadero problema no es el de los alumnos que hacen lo que pueden pero por sus condiciones no dan más de sí, sino de los que, inadaptados a un sistema que no quieren, no sólo no tienen el más mínimo interés por la educación que se les quiere dar, sino que, obligados a permanecer en ese sistema que rechazan, su salida es llamar la atención como pueden, dar la nota y entorpecer el trabajo de los demás. Lo más penoso es que, con toda probabilidad, muchos de ellos, en una estructura educativa radicalmente distinta, podrían estar motivados y haciendo cosas útiles para ellos mismos y para los otros.

A ninguna persona con sentido común se le escapa que una parte muy importante (tanta que es ineludible) de la solución es atender a los alumnos diferentes con una educación diferente, en grupos pequeños que permitan una atención cercana y constante, con niveles en los contenidos adaptados a esos grupos y, en muchos casos, con una orientación y metodología diametralmente opuesta a la del resto; menos intelectual, más manipulativa y práctica, con talleres en los que ese tipo de alumnos encuentren una motivación, una capacidad y un sentido para lo que hacen, a veces con protagonismo en el deporte como actividad central (no accesoria), con una relación directa con industrias, talleres, tiendas, trabajos…, que les haga sentirse responsables en una tarea concreta y de interés para ellos y los vaya integrando en la sociedad en la que viven…

Pero eso rompe con el dogma beato de la igualdía. Sacar a grupos de alumnos de las clases masificadas es “segregarlos”, crear “pelotones de torpes” (como si sólo fueran inteligentes y valiosos quienes tienen una actividad de predominio intelectual), y eso, esta vez, se liga a una limpieza de sangre progre y modelllna.

Paralelo (lelo, sobre todo; aunque algo de para-normal pareciera que lo tienen también los “biempensantes”) a esa igualdía, manejan el concepto de “integración”. Teóricos, que desde sus despachos lo arreglan todo con papelitos, y políticos, que quieren ganarse el marchamo de modernos y de progres, elaboran una retórica alambicada y llena de eufemismos, pero que al final aterriza en los cajones de sastre de aulas saturadas de alumnos con muy diversas tipologías e intereses que tienen que ser atendidos por un solo profesor como si de un titán se tratase, con el don de la ubicuidad (a veces con la ayuda de alguno de apoyo que, dentro de la clase, embrollará más todavía el asunto al intentar compatibilizar actividades incompatibles). En secundaria es aún peor: un grupo significativo de alumnos y alumnas que ni quieren ni pueden estudiar –y vivir− los programas que se le ofrecen se ven obligados a permanecer recluidos (nótese que utilizo términos carcelarios y no es por gusto) en celdas cerradas, cubiertas de rejas y sometidos a un horario estricto en el que cinco minutos que se pierdan son una infracción mayor. Estructuras cerradas, horarios rígidos y laaargos, y encima han de soportar la tortura psicológica (y sibilina) de atender a cosas que le traen sin cuidado y de no entorpecer una actividad que los ahoga. Y ya está dado el desastre: esos alumnos problemáticos lo pasan mal; con las malas notas y las continuas sanciones y reprimendas, su autoestima cae como el plomo, con lo que buscan aburrirse menos y sentirse útiles incordiando, llamando la atención y sacando una rebeldía que los haga sentir vivos. Los otros alumnos, los que sí quieren estudiar, acaban distraídos y arrastrados por éstos, y los profesores pierden la paciencia, se desesperan, se desmoralizan y acaban expulsando al alumno conflictivo. Pero, claro, los teóricos desde sus despachos y los políticos desde sus alturas eso lo ven mal, lo tachan de antipedagógico y obligan a que, en todo caso, la expulsión sea muy breve. El periodo de liberación experimentado por alumnos y profesores, pues, acaba pronto y la “cárcel” vuelve a su funcionamiento habitual, sometida al indiscutible procedimiento de la igualdía. Y así una y otra vez en un cuento de nunca acabar, con lo que el fracaso, no ya escolar (que eso sería secundario, después de todo) sino existencial, está servido.

Para el profesor, que llegue el “pedagogo” de turno a aconsejarte desde su despachito que le prestes atención individualizada a cada caso, cuando ellos y los responsables del sistema se encargan de poner las condiciones que lo hacen imposible, le saca de las casillas; y no es para menos, pues si bien es cierto eso de que es necesaria una atención individualizada, todavía lo es más que eso sólo es real si se da en un sistema radicalmente distinto: las clases deberían ser de grupos pequeños (15 ya sería mucho); los profesores y maestros tendrían que volcarse con cariño y capacidad de diálogo y atención, propiciando la participación de los alumnos y estimulando, ya desde la escuela infantil y la primaria, las capacidades y tendencias de cada alumno; los padres y madres tendrían que sumar en esa dirección, educando a sus hijos e hijas de manera integral; la administración tendría que anteponer la educación a los politiqueos y el dinero…, y así, entre todos, educarían en valores como la nobleza, el coraje, el respeto, la responsabilidad e, incluso, la diferencia, propiciando que cada cual creciera según lo que le es más querido y para lo que está mejor dotado.

Pero lo que nos encontramos son responsables que tienen que ahorrar en gastos educativos y elaborar teorías que suenen a progres y a modernidad; pero que, en realidad, lo que crean son cárceles con tortura psicológica para alumnos y profesores, aunque disimulada entre una retórica de cientifismo barato y pedante que esconde su incompetencia y su mezquindad que sólo sabe pedir resultados, pero trata a las personas como si fueran ladrillos o cajones de escritorio, esos escritorios desde los que trazan su sistema carcelario encubriéndolo bajo aspecto de institución escolar.

En Islam sabemos que no podemos oponernos a la naturaleza de seres creados y al Decreto de Allah; y que no tiene sentido pretender que todo el mundo sea igual, eso no es ni democrático ni progresista, es simplemente estúpido, y hay que estar ciego para no verlo o tener intereses perversos o cualquier cosa menos educativos.

Educar islámicamente no es sólo aprender árabe y tener clases de Corán. Es también desarrollar todas las potencialidades de cada chico o chica; atendiéndolos como es debido y en un sistema educativo que sea realmente eso, educativo, y no uno carcelario que se encubre con bonitas teorías.

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