Idilio (1)

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Una figura blanca salió de las sombras y pareció que flotaba hacia él. Mientras permanecía inmóvil, respirando con dificultad, como privado de sus sentidos por la intensidad de su gozo, ella caminó hacia él con pasos rápidos y resueltos, y le puso los brazos alrededor del cuello. Ninguno de los dos dijo nada. Luego, ella echó la cabeza hacia atrás y clavó sus ojos en los de él, con una de esas miradas que son el arma más poderosa de la mujer, porque extraen el alma del cuerpo, que queda a la merced de los caprichosos movimientos de la pasión y de los deseos; porque penetra en lo más recóndito del ser, llevando consigo una derrota oculta en la exaltación de la conquista. Causa el mismo efecto en el hombre del campo como en el hombre de la ciudad. Aquellos que han sentido en su pecho la gran exaltación que tal mirada produce olvidan el ayer y no les preocupa el futuro. Sólo quieren vivir bajo esa mirada para siempre. La mirada del sometimiento de la mujer.

Él la recibió y, como liberado de ataduras invisibles, cayó a los pies de ella con una exclamación de alegría, ocultó su cabeza en los pliegues de su vestido, murmurando palabras de agradecimiento y de amor. Nunca se había sentido tan orgulloso.

Los dedos de ella, perdida en sus pensamientos, acariciaban los cabellos de él distraídamente. El hombre era su esclavo. Sentía por aquel hombre que era su dueño una ternura llena de compasión. ¿No acababa afirmar que ella era la luz de su vida? Sí, sería su luz y su sabiduría; sería su grandeza y su fuerza. Oculta siempre a los ojos de los hombres, ella sería sobre todo su única y permanente debilidad.

Con la sublime vanagloria propia de las mujeres, planeaba ya cómo dar forma a un dios con la arcilla echada a sus pies. Un dios ante quien se inclinarían los demás. A ella le bastaba verlo como estaba ahora y sentir cómo se estremecía con la menor de sus caricias. Una sonrisa pareció iluminar los labios de la mujer; una expresión dulce de triunfo o de poder o de ternura o, quizás, de amor.

Ella le habló muy quedo. Él se puso en pie, colocando su brazo alrededor de los hombros de ella, consciente de su dominio, mientras ella descansaba la cabeza en el hombro de él, sintiéndose capaz de desafiar al mundo desde el círculo protector de aquel brazo. Él le pertenecía con todas sus cualidades y defectos; su fuerza y su valor, su sencilla sabiduría, su astucia, eran de ella.

El hombre inclinó la cabeza sobre el rostro de la mujer, que vio en los ojos de él la ensoñada intoxicación que le producía el simple contacto de conducirla por los hombros.

Luego, se sentaron sobre la hierba. Con voz tierna, hablaron de su amor y de su futuro. Ella, con algunas palabras hábiles guió los pensamientos del hombre, quien se abandonó a la corriente de su felicidad, apasionado, grave, amenazador. Habló de su patria, de sus campos, selvas y ríos, de las altas montañas, en cuyas cimas moraba el genio guardián de su estirpe. Habló de sus antepasados.

Después, la mujer, como si fuera lo que más le interesara, le llevó a hablar de aquello que el hombre amaba más que nada; le condujo, acercando su cara y tocándole ligeramente con su pelo, a hablar del mar.

El hombre le habló del incesante rumor del océano, que escuchaba ya de niño y cuyo significado nadie había sido nunca capaz de descifrar; de sus reflejos hechizadores; de su furia caprichosa y sin sentido; de su superficie siempre cambiante y siempre atrayente; de sus profundidades frías y crueles, llenas de la sabiduría de la vida destruida. Le contó como el mar esclavizaba a los hombres con su encanto, y entonces, a pesar de su devoción, se los tragaba, encolerizada por el temor de ellos ante su misterio.

Ella acercó más su cara a la del hombre, hasta cubrirla con su cabello. Nunca dos personas estarían más unidas entre sí que lo que estaban ellos en aquel momento. Él añadió: “Porque el mar, querida, es como el corazón de la mujer”. Entonces, ella le cerró la boca con un beso repentino y le contestó con voz tranquila: “Pero con los hombres que no tienen miedo, dueño mío, el mar es siempre fiel”.

Guardaron silencio un largo rato. Después se levantaron. Con una moción simétrica de sus cuerpos enlazados, se adentraron en las sombras inmóviles como queriendo proteger en su seno la felicidad que les embargaba. La forma de sus cuerpos se fundió con el juego de la luz y la sombra al pie de los árboles; el murmullo de las palabras tiernas que se decían se hizo cada vez más débil hasta cesar por completo.

La caída de la brisa fue como un suspiro de tristeza que soplaba sobre la tierra. En el profundo silencio que siguió, la tierra y el cielo se quedaron repentinamente en suspenso contemplando el amor humano y la ceguera humana.

(1) Basado en Joseph Conrad, La locura de Almayer.

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