Érase una vez un rey de un vasto reino que tenía una hija más bella que la luna, adorno del palacio y rival de las hadas por su hermosura y por el hoyuelo de su barbilla que se asemejaba a un pozo profundo. Cada uno de sus rizos había causado una herida en cien corazones, cada uno de sus cabellos se abría un camino en las almas. Su cara de luna llena era un paraíso que se elevaba al cielo de sus cejas. Cuando desde estos arcos lanzaba ella sus flechas, los dos arcos del cielo se inclinaban ante ella. Sus pestañas eran espinas afiladas en el camino de los sabios. Sus labios, dos rubíes, alimento de los espíritus, eran admirados hasta por el Espíritu Santo. Y cuando reían sus labios, hasta el agua de la vida, movediza y sedienta, quería saciar su sed en ellos. Mirar en su hoyuelo, abismo de su barbilla, era caer en el fondo del pozo más profundo. Quien caía en él se debatía sin cuerda que lo sacara.
Entonces, un día, un esclavo entró en el palacio al servicio del rey. Su radiante hermosura conjugaba el sol con la luna, a los que el resplandor de su rostro eclipsaba. No tenía igual en el vasto mundo y su belleza causaba la confusión general. Dondequiera que iba, en la calle, en el bazar, su hermosura solar fascinaba a todos.
Ocurrió que, una mañana, la princesa real lo vio por casualidad y su corazón quedó maravillado y herido. Su razón huyó de ella y se batió en retirada, abandonando sus posiciones al amor. Y la dulce princesa bebió de su cáliz amargo. Durante un tiempo, pensó, meditó, pero al final las demandas del amor se posesionaron de ella por completo. El deseo la quemaba con su fuego incesante. La consumía estar lejos de su amado.
Esta bella princesa tenía a su servicio diez esclavas que cantaban con la voz del ruiseñor y tocaban la flauta con maestría inigualable que, como la del rey David, arrebataba las almas. La princesa les confesó su estado sin vergüenza y sin remordimientos, dispuesta a quitarse la vida. Porque ¿de qué servía la vida cuando se tenía un amor enloquecido por la Vida de la vida? “Pero si confieso mi amor al esclavo -se decía- no siendo un cumplido caballero, puede equivocarse y mi honor quedará mancillado por rebajarme al rango de un sirviente. Aunque, si no puedo contar lo que me pasa, moriré de pena bajo el velo del secreto. Mil veces me he dicho que hay que tener paciencia, pero ya no puedo más. Tengo que encontrar la manera de gozar de él en el mayor secreto, sin que ni él mismo lo sepa. Sólo si puedo conseguirlo, mi alma quedará satisfecha y en paz”.
Cuando las esclavas cantoras le oyeron decir esto, respondieron a coro: “Estad tranquila, princesa nuestra, te traeremos a este joven que quieres en medio del secreto de la noche, sin que él se percate de nada”.
Así, al día siguiente, una de ellas hizo una visita al hermoso esclavo y le invitó a beber vino, en el que vertió una droga que sacó al pobre de sí mismo y del mundo. Una vez que bebió y perdió la conciencia, la bella cantora hizo con él lo que quiso. Desde la mañana hasta la noche lo embriagó, dejándolo sin conciencia de nada y ausente de los dos mundos. Pero cuando cayó la noche, llegaron las otras cantoras, envolvieron al esclavo en una sábana y lo llevaron así escondido hasta su ama. Lo colocaron en un trono de oro fino y le cubrieron la cabeza con perlas abundantes.
En medio de la noche y todavía medio embriagado, el esclavo abrió de par en par sus bellos ojos de narciso y vio que se encontraba en un palacio sublime parecido al paraíso, sentado en un trono de oro. Se vio rodeado de candelabros ambarinos y de barras de incienso que perfumaban la estancia. Bellas como ídolos, las esclavas cantoras cantaban arrebatadamente, y el vino circulaba como un sol mezclado a las luces de los candelabros.
Entonces, entre tantos placeres y dulzuras de los sentidos, sus ojos se quedaron clavados en la cara de la princesa. La contempló de tal manera que, privado de vida y de razón, no sabía nada de sí mismo ni de los dos mundos. Su lengua enmudeció y su corazón se colmó de amor y su alma de éxtasis ante tal esplendor. Sus ojos no se apartaban del rostro de la amada y sus oídos escuchaban la música de las esferas. Aspiraba el dulce perfume de ámbar y tenía en la boca el gusto de un fuego líquido.
La princesa le ofreció una copa de vino y para acompañarla le dio un beso. Luego, él descansó su mirada en el rostro de su amada y no pudiendo decir palabra, sus ojos hablaban llorando.
En cuanto a la princesa, bella como un ídolo, derramaba sobre el esclavo un torrente de lágrimas, le besaba en los labios, sobre los que extendía el azúcar y la sal mezclados. Lo mismo deshacía su cabellera loca como se perdía en los ojos de él, subyugada; a la vez que el esclavo, embriagado por su dulce presencia, con los ojos bien abiertos, sin ser ni él mismo ni otro, contemplaba a su amada hasta el rayar del alba.
Cuando el alba se levantó en el oriente del mundo y sopló la brisa anunciado la mañana, vencido, el bello elegido se quedó dormido y así fue conducido hasta su lecho. Al cabo de un rato, se despertó. Entonces, el bello esclavo, cuya piel era como la plata pura, experimentó una emoción intensa sin saber la causa. ¿Pero de qué vale la emoción cuando su causa ha desparecido? A él, que no poseía fortuna ni bienes, la fortuna le había colmado por completo. Entonces, cubrió su cabeza con el polvo, se arrancó los cabellos y se desgarró el vestido.
Cuando le preguntaron qué le ocurría, dijo: “No puedo contaros lo que en mi embriaguez he visto con mis propios ojos. Sé que nadie lo vería ni en sueños. Nadie ha vivido ni vivirá jamás lo que me ha ocurrido y me ha dejado alelado. Mi lengua no puede decir lo que mis ojos han visto, secreto inigualable y fuente de estupor”.
“Pero, vuelve en ti -le dijeron sus amigos-, dinos algo”.
“¡Ay, no puedo! -les respondía-, no sé siquiera si he sido yo el que ha visto y el que ha oído tantas cosas pasmosas. Quizás haya sido otro”.
“Tu confusión y tu locura -le sugirió un idiota- no son sino el fruto de tus sueños
“Verdaderamente, no sé si estaba despierto o dormido -le contestó el esclavo-, si era embriaguez o plena conciencia. No hay nada más extraño que un estado en el que se mezclan la conciencia y el sueño. No puedo hablar de ello ni callarme, ni tampoco permanecer en duda. Es un estado que se ha apoderado de mi alma y sin embargo no puedo volver a encontrar sus huellas. He visto una belleza de perfecciones sublimes, a la que ningún mortal accedió jamás. Comparado con ella, el sol no es más que un átomo ínfimo. Sólo sé esto. Dios únicamente sabe lo que tal hermosura realmente es. ¿Qué podría decir perdida como tengo la razón? Sí, que es verdad, que la he visto, que es cosa cierta. Aunque no, creo que no la he visto, perplejo me muevo entre el sí y el no”.
[1] Versión de un relato del Cántico de los pájaros de Farid-od-din ‘Attar