En la obra de Ibsen El pato salvaje, un personaje llamado Gregers encarna la reivindicación del ideal, la demanda de hacerlo real, de que opere efectivamente en la vida ordinaria, se transforme en carne y sangre. Tanto el escritor como el lector se adentran en la experiencia humana representada por Gregers.
Hasta el comienzo de la acción dramática, Gregers ha vivido retirado en las minas de su padre situadas en las montañas, a donde ha escapado huyendo de su familia. Como hacen los patos salvajes heridos por las balas del cazador, se ha sumergido tercamente en el fondo de las aguas para no ser capturado.
Los cazadores que han herido a Gregers son sus padres. Si bien ha recibido a través de ellos su salvajismo, su naturaleza humana inocente, al mismo tiempo son ellos los primeros que han disparado contra ella. No han podido evitarlo, al igual que los portadores de una enfermedad contagiosa.
Su padre, Georges Werle, un comerciante y empresario rico, y su madre, una mujer excesivamente sensible, no se entienden. Esto enturbia la vida familiar de Gregers y se intensifica cuando el padre toma como amante a Gina, una de las criadas de la casa y tiene con ella una hija. Gregers se ve transformado entonces en objeto del afecto apasionado, desequilibrado, de la madre, quien le vuelve contra su padre. Estas son las balas que lo hieren. Sobre todo, cuando la madre muere sumida en la infelicidad y el rencor contra su marido.
En medio de las montañas, separado de los hombres, Gregers cura sus heridas mentalmente. Cree volver a la inocencia de la niñez y se imagina que debe regresar a la ciudad para compartir la riqueza de sus ideales puros con aquellos que los necesitan. Sin embargo, como los ha consolidado lejos de los hombres, ignora lo que significa vivir el ideal, algo distinto del idealismo que ha adoptado.
Naturalmente, el drama de la confrontación del idealismo de Gregers con la realidad es una continuación de su historia familiar. Durante su ausencia, su padre ha orquestado el matrimonio de Gina, su antigua amante y madre de su hija, con Hialmar, un amigo de Gregers de la niñez, a quien su padre ha ayudado también para que se gane la vida como fotógrafo. En una escena del primer acto, Gregers, con una rígida e ingenua interpretación de los hechos que excluye la compasión, se lo reprocha amargamente a su padre.
Éste le anima a olvidar el pasado, a reconciliarse con él, reintegrase en la familia y entrar en sus negocios como socio. Gregers rechaza ciegamente la oferta paterna. El lector experimenta cómo el misionero idealista no ha dejado de ser el niño herido de antaño, al que sus traumatismos han vuelto de una crueldad cándida y entusiasmada. El lector se pregunta qué puede hacer una persona así.
La respuesta le llega inmediatamente. Gregers le comunica a su padre que retirará la venda de los ojos de su amigo Hialmar, por quien siente afecto y respeto. La verdad exige que sepa que su matrimonio es un engaño, que su mujer no es sino la antigua amante de su padre, que su hija es la hija de otro hombre, que éste ha pergeñado no sólo su matrimonio sino también la economía de su vida familiar.
Sólo así los cónyuges se purificarán y podrán iniciar una vida auténtica construida sobre fundamentos sólidos. En esto se concretará la misión iluminada concebida por él en las montañas. Por un lado, su padre será castigado y se restablecerá la justicia; por otro lado, su amigo, ignorante de la corrupción en la que vive, se salvará y podrá vivir en adelante libre de toda mancha.
“Pobre desdichado” – piensa su padre. Ya que se dan, en el mejor de los casos, dos verdades. Una, la idealista que Gregers se propone restablecer en todo su esplendor. La otra es que, se juzgue como se juzgue lo que ha hecho su padre con Gina y Hialmar, el matrimonio de éstos es un matrimonio logrado. Su éxito se encarna en Hedvig, la hija bastarda, que es la luz de su hogar. Además, Hialmar no es el hombre de verdad que quiere imaginarse Gregers. Tampoco Gina es una pobre mujer liviana, sino todo lo contrario.
Como él, Hialmar sigue siendo niño. Pero no herido, sino mimado. Las dos viejas tías que le educaron con adoración hicieron de él una moneda falsa. Hermoso de aspecto, flautista aficionado, declamador de poesías escritas por otros, inventor ilusorio, en realidad es un hombre perezoso, prendado de sí mismo, carente del carácter viril que se atribuye. A la vez, es afectuoso, buen marido, padre y amigo. En esto sí han tenido éxito sus tías. Por ello su mujer y su hija, que son las auténticamente viriles, cuidan de su hogar y su negocio y le siguen rodeando de los mimos que necesita para respirar.
Cuando Gregers le comunica su verdad y le roba su ilusión, se derrumba como un castillo de naipes. Primero se vuelve contra su mujer, después contra su hija. El matrimonio que Gregers ha querido sublimar está punto de ser destruido. Sin embargo, el carácter firme de Gina, el heroísmo de Hedvig y la misma superficialidad de Hialmar lo salvan. La que no se salva es Hedvig, la hija, el pato salvaje, el único ser puro, verdadero e inocente de la historia. Es ella la que paga con su vida el precio del idealismo de Gregers.
Hedvig no es superficial y gregaria como su padre. Muy al contrario, su carácter y sus sentimientos son profundos y genuinos. Cuando Hialmar la rechaza, decide adoptar la opción desesperada que le propone Gregers. Sacrificar, como ofrenda propiciatoria a los pies de su padre, el pato salvaje que la familia guarda en el ático y que es su tesoro más preciado.
Sin embargo, finalmente, no vuelve la pistola contra su pato querido, eso sería matar la misma vida sagrada e inocente, sino contra su propio pecho. Una afirmación decisiva de su amor por su padre. Pero sobre todo de que su espíritu no es como el alma vacía de Hialmar, sino que encarna precisamente el ideal puro de Gregers. Bajo la corteza amarga de Ibsen, la carne es jugosa y rica. Recuerda en parte la expresión por la mujer, altamente positiva, del más puro instinto de los sentidos a la que alude Wagner.