Ibn Ashir de Jimena

El sufí que negó al Sultán estar en su presencia.

“Tengo por seguro que quien se aparte hoy del camino trazado por mi señor, Hayy Ibn Ashir, que Al-lah esté complacido con él, en su comportamiento externo e interno con el Altísimo y con los hombres, es de sospechosa condición y sus obras carecen de valor, pues su conducta se ajustaba al pie de la letra a las exigencias de la ley revelada, sin exceso ni defecto”. (Ibn Abbad Ar-Rundi, siglo XIV).

Jimena de la Frontera, antes Shimana, al final del siglo XIII era un pequeño pueblo fronterizo entre el reino de Granada y el avance castellano en el sur de la península. Situada en el eje que une Algeciras con Ronda, hoy en pleno parque de Los alcornocales. En ese bello e inestable enclave nació Ibn Ashir. Muy joven dejó su pueblo natal y se instaló en Al-Yazira al-Jadra, Algeciras. En ese momento ya había memorizado el Corán y tenía un conocimiento básico de las ciencias elementales del Islam. Era un joven de vida virtuosa y entregado al recuerdo de su Señor.

En Algeciras se dedicó a la transmisión coránica, se sentó ante los hombres de conocimiento y mantuvo la compañía de los sufís. Uno de ellos Abu Sarham Ibn Masud al-Ablah, solía visitarle cuando Ibn Ashir se retiraba en la mezquita. Abu Sarham era considerado entre los grandes del momento. Vivía en un estado de absoluta contemplación y poseído por la fuerza del amor Divino. Concedió a Ibn Ashir muchísimas atenciones y lo puso en el círculo de sus próximos. Un día le dijo: “Hermano esta ciudad caerá pronto. Sal pues de ella antes de que llegue la aflicción”. Contó Ibn Ashir: “Así lo hice, dándole crédito y fiándome de la luz de su visión interior”. Las cosas sucedieron en efecto como él dijo y Algeciras cayó después de eso.

Pasó a Marruecos y antes de comenzar una nueva vida al otro lado del estrecho, hizo el viaje de los viajes, la peregrinación a Meca. A su vuelta residió en Fez algún tiempo y luego en Mequinez donde vivía una de sus hermanas. De allí viajó a Salé y muy pronto a Rabat. Allí tomo la mano del Sheij de Evora Sidi Abdellah al-Yaburi. El maestro le hizo residir en su zawiya teniéndolo en gran estima y llamándole “muchacho virtuoso y feliz”. Vivió con él hasta su muerte y después volvió a Salé entrando en el círculo de confianza del Sheij Abu Zakariyya. En este tiempo buscó su sustento copiando y encuadernando el libro de hadiz Kitab Al ´umda de Taqi al-Din Ben Surur al-Muqadasi.

Al-lah le hizo llegar suficiente provisión, para comprar un terreno donde cultivar trigo, que él mismo molía y amasaba, y para comprar una casa donde vivió hasta el final de sus días con independencia. Es a partir de este momento que comienza a tener visitas y consideración entre las gentes de conocimiento. Su compañía es muy anhelada y recibe comitivas de Fez y Mequinez y de lugares más lejanos. Y ello a pesar de sus continuos retiros en el cementerio próximo a su casa, su amor por la soledad y su repudio a la popularidad.

Se extendió su walía entre las gentes, llegando a conocimiento del Sultán. Ejerciendo la educación en la nobleza que debe caracterizar a los príncipes, y estando entre sus deberes proteger a la gente de Al-lah, el Sultan Meriní Abu Inan quiso conocerle en persona en el año 756 (1.355). Lo intentó por todos los medios, presentándose incluso en la puerta de su casa y esperando allí pacientemente ser recibido. Pero hubo de irse sin haberlo conseguido. Vista la situación decidió enviarle una carta a través de su hijo suplicándole audiencia. Todo lo que obtuvo fue una misiva con instrucción e indicaciones para su vida. En ella después de exhortarle a vivir de acuerdo con la ley revelada y la sunna le indicó la lectura de dos tratados de Al-Muhasibi: Al-Riaya y Al-Nasaih. El sultán convencido de la imposibilidad de conseguir su deseo expresó: “Este es uno de los awlia de Al-lah, que Al-lah no nos permite ver”. Y contestó agradeciendo los consejos prometiendo poner el máximo empeño en seguirlos.

Tres años después de este acontecimiento murió Abu Inan, dándose las circunstancias de que el insigne Ibn Jaldún, contemporáneo de Ibn Ashir, quedó libre del encarcelamiento al que le había sometido el Sultán acusado de intrigas políticas. Parte del conocimiento sobre sufismo que este notable intelecto transmitió en su Al-Muqadimah tiene mucho que ver con esta etapa de su vida en Fez. Queda manifiesto que la apertura a la presencia de la santidad es un don concedido por Al-lah, a quien Él quiere.

Tuvieron en cambio acceso a él, algunos hombres que después fueron fundamentales en el conocimiento de su biografía. Entre ellos Ibn Al-Jatib de Loja, en su destierro de Granada, Al-Hadrami, Ibn Qunfud de Constantina y como discípulo más querido Ibn Abbad Ar-Rundi.

Dijo Al-Hadrami en un pasaje de su Al-Salsal: “A pesar de que sus compañeros reconocían su señorío y grandeza, él no se tenía por superior a ellos, sino que los trataba con toda consideración, se sentaba entre ellos donde encontraba sitio y los llamaba por su kunya y no por su nombre. A menudo les repetía: ‘Oh compañeros, yo no soy sino uno de vosotros. No soy vuestro sheij, ni vuestro maestro. Tenéis que estudiar los libros de los sabios y lo que han escrito los hombres ilustres y eminentes. Que nadie me imite en aquello que no encuentre fundamento en los libros de los sabios. Yo soy un simple musulmán’”.

En contraste y verificación de estas palabras, sobre su camino espiritual dijo Ibn Qunfud: “Su vía espiritual consistía en poner ante sus ojos el Ihya ulum al-din, y seguir sus enseñanzas con seriedad, aplicación, sinceridad y sometimiento, y él en persona era la prueba viviente de ese camino”.

Aconsejaba huir de la maledicencia y la calumnia, esforzarse por vivir en armonía con la Sunna y evitar las innovaciones peligrosas. Y su consejo más preciado era no ir a dormir sin antes haber examinado su conciencia con escrupulosidad.

Ibn Ashir murió en el mes de rayab de 764 (1.363) rodeado de una aureola de santidad, que Al-lah este complacido con él. En el año 1.733 el sultán Alawi Abdellah Ibn Ismail construyó un mausoleo sobre su tumba y en 1.831, en tiempos del sultán Abderrahman, se añadió un hospital con una mezquita y dos salas de abluciones con agua corriente. Así su beneficio sigue derramándose entre las gentes.

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