El hombre endeudado

Hasta hace poco, en el capitalismo que nos rodea, lo mejor era ser creativo y trabajador independiente, orgulloso de ser su propio jefe, de modo que al perseguir los propios intereses personales se trabajaba también por el bien de todos.

Esto se ha acabado. Ahora, el objetivo principal del hombre de la calle debe ser hacerse cargo de los costos y los riesgos de la catástrofe económica y financiera. Debe tomar a su cargo la deuda que las empresas y el Estado benefactor han contraído.

Tanto para la patronal como para los medios, los políticos y los expertos, las causas de esta situación nueva no deben buscarse en las políticas monetarias y fiscales que profundizan el déficit, al generar una masiva transferencia de la riqueza hacia los más ricos y las empresas, sino en las desmedidas exigencias de los gobernados, que quieren vivir como cigarras, disfrutando de la vida sin arrimar realmente el hombro.

Se les dice que la tarea que les incumbe ahora es poner al Estado benefactor al servicio de los nuevos necesitados, es decir, las empresas y los propietarios de capitales, industrias y demás riqueza.

Es necesario, sin embargo, reaccionar, resistir y aventurarse y estudiar la economía de la deuda y la creación del hombre endeudado, y tratar de preparar nuestra imaginación para librar los combates que se anuncian; puesto que las crisis, lejos de terminar, amenazan con extenderse. Hay que volverse hacia la historia de las causas y la naturaleza de esta nueva situación.

En primer lugar, al contrario de lo que repiten una y otra vez los economistas, los periodistas y otros expertos, las finanzas no son un exceso de especulación que habría que regular; tampoco constituyen una de las expresiones de la avidez y de la codicia de la naturaleza humana, que sería necesario dominar razonablemente, sino una relación de poder.

Las finanzas, desde el punto de vista de los deudores, son la deuda que deben devolver. Desde el punto de vista de los acreedores propietarios de los títulos que les garantizan la obtención de un beneficio con la deuda, las finanzas son simplemente el interés usurario. La deuda justifica el aumento de los costos de matriculación en las universidades. La deuda justifica la quita de ochocientos euros por familia, con el fin de restablecer el equilibrio en las cuentas públicas. La deuda determina los recortes presupuestarios de la educación. La deuda recorta los servicios sociales, la financiación de la cultura y los ingresos mínimos.

Es decir, deuda e interés expresan una relación de poder entre acreedores y deudores, en la que los primeros dominan a los segundos.

Históricamente, el momento originador de esta relación de poder es el golpe de 1979, el cual, al posibilitar la conformación de enormes déficits públicos, abrió la puerta a la economía de la deuda y constituyó el punto de partida de una inversión de las relaciones de fuerzas entre acreedores y deudores.

En 1979, a instancias de Paul Wolcker (presidente por entonces de la Reserva Federal, y más adelante asesor económico del primer equipo de Obama), las tasas nominales (los intereses a pagar para reembolsar la deuda) se incrementaron a más del doble, pasando del 9% al 20%.

Estas tasas generaron de la nada endeudamientos acumulativos de los Estados (deuda pública). Las clases acomodadas construyeron así un dispositivo de polarización extrema entre acreedores y deudores de proporciones gigantescas, para exclusivo beneficio de los primeros.

Es el momento del nacimiento de una nueva relación de poder en el mundo, porque ante la incapacidad de hacer frente a su deuda mediante los mecanismos monetarios tradicionales (recurso del Tesoro del Banco Central), los Estados se ven obligados a recurrir a los mercados financieros.

Y estos últimos no sólo intervienen para suplir de dinero al Estado, sino que organizan y estructuran el funcionamiento de las políticas monetarias, las políticas de deflación de los salarios, las políticas de reducción de prestaciones sociales y las políticas fiscales (transferencia de varios puntos del PIB hacia las empresas y las capas más ricas de la población en todos los países industrializados), convergiendo en la creación de enormes deudas públicas y privadas.

La reducción de la deuda –hoy a la orden del día en todos los países- no hace sino profundizar más tal situación. Por un lado, los mercados financieros reconquistan, por medio de las políticas de austeridad, el control sobre lo social y los gastos del Estado benefactor en éste ámbito, es decir, sobre los ingresos, el tiempo (de la jubilación, de las vacaciones etc.) y los servicios sociales que las luchas sociales habían arrancado a la acumulación capitalista. Por otro lado, continúan e intensifican el proceso de privatización de los servicios del Estado, transformándolos en instrumentos de rentabilidad de las empresas privadas.

Así, los planes de austeridad impuestos por el FMI y Europa a Grecia y a Portugal exhiben como estandarte, entre sus medidas, la necesidad de nuevas privatizaciones que, como hace notar un sindicalista griego, más que un plan de rescate son una estrategia de liquidación.

En esta nueva economía global de la deuda, el ahorro de los asalariados y de la población, los fondos de pensiones, el seguro de salud y los servicios sociales son acaparados por la función empresarial.

En 1999, Kessler [2] estimaba en dos billones seiscientos mil millones de francos, o sea, el 150% del presupuesto del Estado, el botín que representaban para las empresas las erogaciones sociales.

Y en este sentido, la última crisis financiera ha sido aprovechada por el bloque de poder de la economía de la deuda como una oportunidad para profundizar y extender la lógica de su política.

Sin embargo, la relación entre acreedor y deudor no se limita a influir sobre las relaciones sociales, sino que es de por sí una relación de poder específica que implica modalidades de producción y control de la subjetividad (una forma particular del homo aeconomicus, el hombre endeudado). La relación acreedor-deudor se superpone a las relaciones capital-trabajo, Estado benefactor-usuario y empresa-consumidor y las atraviesa, instituyendo como deudores a usuarios, trabajadores y consumidores.

El poder de la deuda se representa como si no se ejerciera por represión ni por ideología: el deudor es libre, pero sus actos, sus comportamientos, deben desplegarse en los marcos definidos por la deuda que ha contraído. Esto vale tanto para el individuo como para una población o un grupo social. Se es libre en la medida en que se asume el modo de vida (consumo, empleo, erogaciones sociales, impuestos) compatible con el reembolso. El uso de técnicas para instruir a los individuos acerca de cómo vivir con la deuda comienza muy pronto, incluso antes de su entrada en el mundo laboral; como es el caso de los estudiantes que acumulan una deuda considerable antes de terminar sus estudios.

La relación acreedor-deudor involucra a la población actual en su conjunto, pero también a las venideras. Los economistas nos aseguran que cada recién nacido francés tiene al nacer una deuda de 22.000 euros. El hombre endeudado está sometido a una relación de poder acreedor-deudor que lo acompaña a lo largo de toda la vida, desde la cuna hasta la tumba.


[1] Reseña del libro de Maurizio Lazzarato La fábrica del hombre endeudado, Amorrortu, editores, 2013.

[2] L’avenir de la protection sociale, Commentaire, 87, otoño de 1999, pág. 625.

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