Estambul y ‘lo turco’

Muchos son los viajeros y escritores que han dejado constancia en sus obras de su paso por Turquía. Bastantes de ellos con una mirada superficial, más pendientes de lo exótico y, a menudo, repitiendo esquemas manidos y prejuicios sin fundamento. Algunos otros con mirada más honda y suficiente imparcialidad como para apreciar los valores que allí pueden encontrar y no tienen en su tierra de origen. Yo estuve hace un par de años en Turquía. Estambul, dentro de lo diverso y contradictorio que cualquier gran ciudad tiene, me llamó la atención, primero que nada, por un aire de convivencia y respeto entre culturas distintas y una serenidad que no es fácil encontrar en ciudades enormes como aquella. Contribuía a ello su luz espectacular; la belleza de sus plazas y mezquitas; el orden cromático de sus jardines, que se extienden incluso por medianas y terraplenes de las carreteras en las afueras; la presencia de tanta gente disfrutando con placidez de un paseo entre las flores o de un té en sus teterías… Pero si hubo algo que me impresionó fue Capadocia. Su paisaje, que parece un ensueño de piedra, ya es impactante. Sin embargo, fue el corazón de sus gentes lo que me asombró de manera intensa y positiva. Me había levantado una mañana muy temprano para fotografiar el amanecer en aquellos “bosques” de rocas que asemejan gigantes fantasmagóricos. Salí de la ciudad para adentrarme en los laberintos pétreos de las montañas y en un rincón apartado y solitario, sin cámaras de vigilancia, sin guardias, sin nadie en absoluto que pudiera ser testigo presencial, observé con sorpresa que los puestos de los artesanos y vendedores tenían toda su mercancía sobre los expositores sin protección alguna ni nadie que vigilase. Como cualquiera que lo deseara, yo podría haberme apropiado de trabajos, la mayoría pequeños y valiosos, muy fáciles de esconder en una mochila o en un bolsillo y que podían valer muchos de ellos alrededor de 50 euros o más. Y estaban allí solos, al alcance de cualquiera que quisiera llevárselos y robarlos sin nadie ni nada que los vigilara. ¿Se imaginan algo así en la “civilizada” Europa?, o más aún, ¿en América?, ¿en España? Cuando lo conté en Brasil, una profesora universitaria de entre quienes me escuchaban (¡una profesora universitaria, cuidado, no hablo de alguien analfabeto y supuestamente ignorante!) me hizo un comentario sobre la represión, acompañado de gestos, que sonó tanto a ignorancia prejuiciosa que solo pude sonreír; qué se le puede decir a alguien que se mueve en ese nivel de prejuicios, sin saber de lo que habla ni haber estado nunca allí. Se puede ser muy instruido y bastante estúpido. Cualquiera que pasee por Turquía comprueba en seguida que ni la presencia policial ni la represión son mayores que en cualquiera de nuestros países, y yo le estaba hablando de un sitio sin testigos ni vigilancia alguna. La diferencia está en el interior de la gente, en su manera de mirar la existencia. Y, por eso, cosas como la de Capadocia aquí no son posibles, ni lo serían aunque se pusieran cámaras, policías y verdugos en cada esquina o rincón visitado por seres humanos.

Hay un libro reciente, breve y conciso, que está escrito además por alguien no musulmán (lo que puede evitar las suspicacias y prejuicios de quien pudiera decir: “¡Claro, como lo dice uno de ellos…!), pero capaz de mirar de forma lúcida y, al menos en lo posible, desprejuiciada lo que allí vivió y sintió al visitar Turquía. El libro se llama Estambul otomano, y el autor es Juan Goytisolo. En él, el escritor repasa a trazos gruesos la historia turca y se para en el presente con la postura de alguien que quiere contar lo que ve, y no lo que leyó o escuchó de otros ni de lo que piensa que va a ver y tiene que ver por fuerza. Hay cosas que no conoce y por eso no las cuenta, como es el caso de aquellos recipientes huecos que había en otro tiempo a la entrada de las mezquitas en los que el que pasaba podía meter la mano para dejar sádaqa, si podía hacerlo, o coger una ayuda si la necesitaba. Cuando yo me enteré de eso me acordé de la máxima del socialismo utópico que dice: “Cada uno según sus posibilidades y a cada cual según sus necesidades”. Solo que allí no era una máxima utópica, sino una práctica habitual y basada en la confianza en la individualidad y la responsabilidad de cada cual, no en vanguardias que imponen un orden estatal. Eso no debió saberlo Goytisolo y por eso no lo cuenta; pero leer las páginas de su libro permiten un acercamiento suficiente al espíritu turco como para entenderlo al menos un poco mejor.

Salir de la versión móvil