En la ciudad africana

La jungla africana es descrita con lucidez como inexpugnable, cerrada, misteriosa, esperando el futuro. Desde el principio, lo más peligroso en ella no es el león, ni el leopardo, ni el elefante, ni el búfalo sino el hombre. También lo más inocente, generoso, sencillo de la jungla, de las grandes praderas, de los desiertos es el hombre. Lo mismo, en las ciudades africanas. Sus habitantes, en su mayoría pobres, muchas veces miserables, son en un caso peligrosos, asesinos, ladrones; en otro caso, inocentes, fáciles de tratar, sumisos. Sus rostros, sacados directamente de las máscaras ancestrales.

En África se encuentran las imágenes en abundancia. No sólo las innumerables imágenes de los hombres y las mujeres de piel de ébano, de las montañas, de las selvas, de los desiertos, de las costas o los ríos, de las construcciones, sino sobre todo de los signos trazados en la superficie de las rocas, de los troncos, sobre el lienzo de los muros, en la cara del agua, en la piel de los frutos y en las sedas de las flores: el alfabeto con el que están hechas todas las imágenes, cuyas letras evocan, por lo tanto, cuerpos, flores, montañas, ríos, el océano, las frutas, indistintamente, sin quedarse fijas en nada; manchas de color puro, crudo, grave; que no han sido fabricadas por los hombres. Al no tener precio, valen muy poco, como las cosas de los pobres.

El tiempo africano tampoco es el tiempo del reloj.

Una de las ciudades más populosas de África extiende su cuerpo junto al océano. Dos millones de corazones laten en este cuerpo a veces de ébano, a veces mulato, a veces blanco, también amarillo.

La ciudad africana echada junto a las aguas centelleantes, incesantes, batida por los vientos, acariciada por las brisas, barrida por las lluvias, tostada por los rayos del sol.

En esta urbe, los signos trazados en una pared de los pilares de la autopista del Norte, aparcamiento de coches, evocan las figuras de sus primeros pobladores prehistóricos, de pequeña estatura, con sus arcos y lanzas. Dos antílopes, alcanzados por los disparos.

Sus descendientes frecuentan de vez en cuando este aparcamiento cobijado por la autopista, donde se sientan en corro como hace siglos. Parecen durmientes que tratan de escapar de un sueño, de una pesadilla en la que sus campos de caza ancestrales, ocupados por hombres y construcciones alucinantes, corren ahora frente a ellos sin que puedan alcanzarlos.

Uno de ellos, una mujer, elevada prodigiosamente a lo más alto de su escala social, cajera del supermercado con un sueldo, irrisorio, canta entre dientes mientras hace funcionar la caja registradora, una melodía incomprensible, desafiante, fuera de lugar; sale de su cuerpo ancho, de sus pechos enfundados en uniforme azul, de sus pantalones azules oscuros que aprietan dos muslos, dos pantorrillas. Sus ojos negros de mujer, pozos oscuros, inexpresivos, con una mirada de soslayo.

Sus manos colocan diestramente el pan, el zumo de granada, las latas de atún, las almendras en la bolsa. La oscuridad de sus ojos echa una cortina ante el cliente, una cortina con estampas envejecidas de tierras áridas donde corren los venados y crecen las plantas medicinales. Detrás de la cortina, ella canta con una voz baja, de ramos de paja restregados contra las piedras. Un tiempo de siglos pasa en cinco minutos de reloj.

La despedida al cliente, que tenga un buen día, silba por la abertura de sus dientes frontales. Llega a los oídos del cliente un sonido infantil, desnudo, vacilante, virgen desde detrás de la cortina donde corren los venados, las liebres, por donde pasa vertiginosamente la sombra del leopardo, donde arde el sol.

La despedida, que tenga un buen día, extiende el compás del tiempo, siglos en unos minutos de reloj. El tiempo de que llegue otro cliente, con un pollo refrigerado, una docena de huevos, dos lechugas, una bolsa de patatas, cebollas.

Fuera, a media distancia entre el aparcamiento de coches y el supermercado, otro de ellos vaga deteniéndose a cada paso, se comunica a sí mismo un enigma ante el que se detiene lleno de estupor, duda haber dicho lo que acaba de decir, mira alrededor interrogante, vuelve la cabeza hacia los clientes que, hechas sus compras, salen del supermercado, sopesando si podrían resolver su duda.

Uno de los primeros pobladores prehistóricos, anterior a todos los pobladores, a las olas de pueblos llegados después de un modo alucinante, empujando, lanzando los campos de caza, los cementerios sagrados, las cuevas rituales, la caza, las hierbas medicinales, los árboles y sus sombras cada vez más allá, haciéndolos correr más rápido fuera de alcance.

Él y sus semejantes, sólo una gota de agua en el océano de habitantes de la urbe africana. La mayor parte del tiempo invisibles.

Aparecen de repente junto a los contenedores de basura, en el supermercado, en la cuneta de la autopista, a la salida del estadio, en la acera de la calle más populosa del centro, junto a la catedral, junto a un hotel, en el mercado, en una parada de taxis, en medio de la calzada, junto a la estación de trenes.

Se presentan al modo de quienes pasan de una dimensión en la que son invisibles a otra en la que resultan visibles. No llegan a caminar del todo ni tampoco a detenerse, salvo cuando se tumban en cualquier parte de un modo que parece que se los traga la tierra.

Cuando su vagar incontrolado los lleva fuera de los límites del la ciudad siguen caminando.

Moscas en búsqueda del arco iris se llaman a sí mismos en una de sus canciones.

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