El sultán Salahuddin, la libertad a través del servicio

¿Cómo consiguió el sultán Salahuddin (1137-1193), terror de los cruzados y libertador de Jerusalén, guardián del Islam, ser un brillante ejemplo para generaciones de musulmanes y un modelo de admiración para sus enemigos? Ningún otro musulmán después de él pudo alcanzar esto jamás. El califa Abu Bakr Siddiq (que Allah esté complacido con él) nos transmitió las palabras de Muhammad (s. a. w. s.): “Un gobernante justo es como la sombra de Dios en la Tierra… Allah le dará a un gobernante justo una recompensa por todas las buenas obras que haga cada día, equivalente a la recompensa de sesenta hombres de corazón puro”.

Quien haya leído la primera biografía de Salahuddin de su Qadi Beha ed-Din (publicada por primera vez en 1228), se sorprenderá de la orientación sufí que formó el Islam completo del joven kurdo, bastante sensible, Yussuf ibn Ayub. Y precisamente ahí, en esta base de un Islam completo como forma de vida para experimentar la unidad de Allah (Tauhid), hay que buscar el secreto de este hombre, que se refleja en las fórmulas paradójicas de la dulzura en el esfuerzo por Allah, del deleite en la lucha, de llegar al liderazgo y al gobierno por medio de la obediencia y el servicio…, de la riqueza de los pobres en Allah.

Con veintiséis años, en contra de su propia inclinación, sigue obediente a su tío en una campaña de guerra a Egipto. No sólo desempeña bien su papel en los años siguientes, sino que con 33 años alcanza incluso el rango de visir y más tarde el de sultán de todo Egipto. El estado de la Ummah en su tiempo se encontraba en peligro. Una tribu musulmana luchaba contra otra, un musulmán mataba a otro; el califa abasida en Bagdad era débil. En Egipto reinaban los fatimís chiitas que se habían nombrado a sí mismos “califas”. Igual que ahora en la actualidad, esta secta de suicidas islámicos aterrorizaba desde sus montes a musulmanes y no musulmanes con sus locuras. Desde hacía cien años (Primera cruzada: 1096-1099) la soldadesca de cruzados saqueadora se estableció en la zona de la actual Siria y Palestina y conquistó Jerusalén en 1099. Desde allí no sólo asaltaban a los peregrinos del Hayy, sino que finalmente amenazaron con atacar incluso a las ciudades de Meca y Medina.

¿Cómo logró Salahuddin, en medio de este caos de tribus enfrentadas y una Ummah trabada en pactos políticos con no musulmanes, liberar poco a poco Egipto de los chiitas y finalmente, como punto culminante en su batalla número 33 con los cruzados, incluso acabar en Jerusalén con un gobierno que había durado 88 años? ¿Dónde se encuentra el secreto de su éxito? En su impecable Islam y en su apelar, como esclavo perfecto de Allah, de forma incesante, a la meta común más alta, a la justicia de Allah y a seguir el modelo del profeta Muhammad (s. a. w. s). Para ello, siempre iba en primera línea delante de sus hombres. A cada ciudad, de las casi cincuenta que liberó de la tiranía de los cruzados, la dejaba libre de impuestos inmediatamente después de su toma (como mandan las leyes de Islam, excepto el Zakat para los musulmanes y el impuesto de protección para los no musulmanes); repartía la totalidad del botín de guerra entre sus luchadores y entre los necesitados; creaba una administración eficiente y fundaba escuelas e instituciones benéficas (auqaf). Él mismo, siguiendo el modelo del profeta Muhammad (s. a. w. s), no se quedaba con nada. Ningún gobernante después de él pudo superarle en generosidad y liberalidad.

Él fue realmente el primer servidor de su Señor y de su nación musulmana. Sin embargo, ¿cómo pudo ganarse también el aprecio y la gloria entre sus enemigos cristianos? Porque él, a diferencia de los despiadados cruzados, siguiendo el ejemplo del profeta Muhammad (s. a. w. s), nunca hizo daño a los que no podían combatir, ni a los ancianos, ni a las mujeres y niños. Perdonaba la vida a sus enemigos conquistados y mantenía su palabra, sus contratos y su noble código de comportamiento, al que los europeos tras su encuentro con los musulmanes denominaron desde entonces ‘código de caballeros’. Los cruzados, aunque perdieron su poder sobre Jerusalén y Palestina, se llevaron consigo en su derrota el ejemplo de tan noble caballero y su cultivada forma de vida a Europa. Allí les esperaba una Iglesia enemiga de las mujeres que hizo lo imposible por tergiversar el significado del encuentro de sus cruzados con la noble forma de vida de los musulmanes. Pero el ejemplo de Salahuddin de nobleza verdadera brilla hasta nuestros días, tanto para sus amigos como para los sus enemigos.

Él, que en este mundo sólo consideraba importante el agrado de Allah y el amor de su padre, recibió la consideración y el amor de todo el mundo. A su muerte con 55 años, el sultán de los musulmanes, el gobernante de Egipto, Siria, Mesopotamia y Palestina, tenía en su haber 47 dírhams de plata (unos 150 euros) y un solo dinar (4,25 g. de oro). No era suficiente para pagar un entierro adecuado. Salahuddin amaba especialmente un verso del sufí Ghazali que dice: “Soy un pájaro, este cuerpo era mi jaula. Pero he escapado volando de él y lo he dejado atrás como signo”. Parafraseando a Geneviève Chauvel, Yussuf ibn Ayyub escapó volando y Salahuddin se quedó atrás como signo de Allah.

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