El mundo en zona de turbulencias

Entre las experiencias más extrañas que se puedan vivir está el que el suelo se mueva debajo de los pies. El cuerpo es sacudido por un estado de alerta y si el movimiento de la tierra no cesa, se produce una desazón por la incertidumbre de qué pasará, y el miedo produce dos reacciones contradictorias, paraliza a la vez que urge a buscar la manera de ponerse a salvo. Posteriormente llegan los informes de daños materiales y personales, y no falta el científico que a través de los medios intenta tranquilizar a la población hablando de estadísticas y estándares de normalidad a pesar de las constantes réplicas del sismo que se suman a un incremento en las últimas décadas en esta parte del mundo de terremotos, inundaciones y volcanes en erupción.

En Chile, en el llamado Norte Chico (porque fue el norte del país antes de que se le sumaran dos provincias arrebatadas a Perú y Bolivia tras la llamada Guerra del Pacífico), apenas unos meses antes del último terremoto, un aluvión barrió gran parte de la capital de esa zona, que además de desértica se caracterizó por ser emplazamiento aurífero desde los tiempos de la colonia hasta la fecha, hasta el punto de que quien quería “labrarse un porvenir” sólo tenía que prepararse un par de años para poder alcahuetear para las compañías que extraen hacia el exterior dicha riqueza.

Sin embargo, no sólo en el norte de Chile se vienen dando una serie de desastres. En las últimas semanas ha habido inundaciones en México, Panamá, Colombia y Argentina. Y demás está decir que los desastres no se limitan a esta región del mundo. Aún quedan en la retina imágenes de las inundaciones de Andalucía y de Japón de hace unas semanas, al poco tiempo de que un volcán de ese país entrara también en erupción, más las del tifón de China, las inundaciones de Pakistán y las de tantos otros lugares de Asia, que vienen a sumarse a los tornados y huracanes que en la zona de Caribe y Norteamérica se han hecho comunes. Al incremento de desastres climáticos y geofísicos se suman los incendios forestales como los recientes de Ecuador, que se asemejan a los periódicos incendios del hemisferio norte en América, Europa y Rusia de las últimas décadas.

A todo lo cual, además de la consabida crisis financiera, se añaden los conflictos armados que brotan ininterrumpidamente desde hace al menos cien años. Y no es que antes no hubiese guerras, pero a contar desde la llamada Primera Guerra Mundial la escalada bélica se ha transformado en lo que Jünger llamó “batallas de material”, donde la aniquilación no escatima medios y no distingue entre combatientes y civiles. Sólo en las últimas décadas, al larvado conflicto provocado por la ocupación israelí, se han sumado Iraq, Afganistán, Etiopía y, últimamente, Yemen, Libia y Siria. Con lo que la emergencia esporádica de islas que escupen fuego está cediendo paso a una región extensa que arde en llamas, cuyo conflicto ya excede en tiempo la duración de las llamadas guerras mundiales, y que está haciendo crítica la ola migratoria que asola las costas europeas desde que la agudización del hambre y las guerras en el África subsahariana empujaran a grupos humanos cada vez mayores a abandonar sus tierras.

Todo ello señala un panorama bastante gris que por ahora no da señales de mejorar, y que da la sensación de que el mundo entero hubiese entrado en una zona de turbulencias. Y del mismo modo que cuando un avión comercial atraviesa dichas zonas durante su trayecto, las reacciones de los pasajeros son diversas, no faltando quienes entrando en un estado de shock dan por seguro lo peor ni quienes en un estado de sopor por causas diversas ni siquiera lo notan; frente al estado actual del mundo encontramos desde posturas desatadamente apocalípticas hasta la indolencia más insultante, pasando por aquel cinismo del último hombre, el que ha perdido hasta la facultad de pensar el mundo en que se desenvuelve.

Y, sin embargo, no falta mucha sagacidad para darse cuenta de que un mundo en ese estado es un mundo en el que las cosas están cambiando, y no sólo ellas, sino algunas conciencias remecidas por esos cambios, pues, donde las haya, éstas hacen acuse de recibo de una seguidilla de situaciones frente a las cuales se hacen inútiles una serie de respuestas y valoraciones que quizás pudieron parecer oportunas aún hace cien años, pese a que ya desde entonces y antes, pensadores perspicaces ya nos las adelantaron. Nietzsche por antonomasia, quien anunció la pleamar del nihilismo.

Y esto porque esta serie de eventos co-inciden con lo que aquel pensador llamó el más inhóspito de todos los huéspedes. Y este co-incidir no apunta al sentido azaroso del término, sino al significado de co-responder, pues dichos eventos vienen dados por el modo en el que los seres humanos interpretan y se aproximan a la realidad, “des-ocultan el ser”, en palabras de Heidegger, como un acontecer de cosas y relaciones de cosas que deja fuera lo que no sean éstas, quedando fuera lo no-cosa que permite a las cosas ser, es decir, nada menos que la Fuente de la realidad, que dicho modo de aproximación aprisionado en las cosas y en su manipulación ha interpretando como ‘Nada’.

Este es el nihilismo en que consiste el período por el que estamos pasando ahora, del cual no obstante Ernest Jünger, otro continuador de Nietzsche, dijo: “Una vez que el nihilismo se consuma llegamos a la línea que recorre su mitad y comenzamos a salir de él”. En este sentido son esperables aún grandes cambios que permitan ver el horizonte despejado más allá de esta zona de catástrofes. Y, sin embargo, frente al “nihilismo activo” postulado antes por Nietzsche, pudiera postularse una esperanza activa, más próxima al “realismo heroico” jungeriano y a una acción basada en la certeza. Y que Al-lah nos ayude en ello. Amín.

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