EL MISTERIO DE LA PALABRA

Si algo, de entre lo humano, resulta más inexplicable, poderoso y lleno de misterio, es la palabra:

Que articulando unos cuantos músculos y órganos fonadores, a través de los cuales insuflamos aire, podamos combinar sonidos que nos permiten comunicar ideas, emociones, proyectos…, ¿no es algo que podría calificarse de milagro?

Los adoradores de la técnica, desde su religión nihilista, dogmática, peripatética y pretenciosa, intentan explicar (demostrar dicen ellos, con su lenguaje protomístico) que ese don humano llegó como un salto cualitativo en la cadena de mutaciones que el azar procuró en la evolución de la materia. Pero, dejando aparte que eso es saltarse la mera descripción de su pretendido empirismo para entrar en el terreno de la interpretación “sacerdotal” (clerical, pues), ¿quién puede creerse que tal salto cualitativo llegara de forma accidental por mera intervención del azar? A poco que se sepa del cálculo de probabilidades, hay que ser muy crédulo e ingenuo (o sea, beato) para tragarse algo así. Y, todavía peor, calificar esa “creencia” indemostrable de ciencia es perverso, acientífico y dogmático, propio sólo de beatos intransigentes que se aferran a su creencia de manera tan ciega como tirana, pretendiendo que quien no comulgue con sus elucubraciones está anatematizado, fuera del tiempo actual y no se ajusta a la realidad (tal como ellos la ven, que es dogma incuestionable, aunque suene a cuento de hadas para cualquiera que sea capaz de ver que el rey va desnudo; ¡ay, Andersen, se te echa de menos!).

Por eso mismo, hay una actividad humana que es especialmente excelsa, cuando no la tullen y hacen mediocre atándola a objetivos que no son lo suyos y que otras ramas hacen mejor (si la hacen social, siempre será un remedo mediocre de la ensayística; si la hacen filosófica, será una filosofía alicorta; si la hacen cuántica, será pretenciosa y artificial; si la hacen sentimental, será melindrosa y débil). Se trata de una actividad que, llegados al límite de lo conocido (lo con-nombre), indaga en el misterio de la Palabra Increada, en “lo que no tiene nombre”, o al menos en lo que no lo tiene conocido y, aunque no puede explicar con nitidez, porque el terreno en el que se adentra salta la linde de lo accesible al lenguaje, sí que es capaz de hacernos presentir, intuir, vibrar con un aleteo interior que emociona, inquieta y eleva; nos permite acercarnos a esa aleteia, o verdad por encima de elucubraciones siempre relativas, que ya mencionaban los griegos y Heidegger nos recuerda de forma tan oportuna al hablarnos de la poiesis, que nos trae a la “poesía”, que es de lo que estoy hablando, como el lector advertido habrá adivinado.

De ahí que la poesía lírica llegara a Occidente de la mano del Islam por el puente de Al-Ándalus, como muy bien saben los lingüistas cuando estudian las jarchas, los zéjeles y las moaxajas, y cómo de ahí, a través de la lírica provenzal, la poesía lírica se extendió por todo Occidente, con sus ramificaciones y derivaciones.

Y de ahí, también, que autores como Rûmi o S. Juan de la Cruz sigan siendo de los más grandes; para muchos, todavía, la cumbre de la lírica universal. El primero, turco (aunque entonces la península de Anatolia todavía no se llamaba Turquía), y el segundo, español, hijo de morisca y educado en el cristianismo en la Casa de la Doctrina de Medina del Campo; pero en cuyos versos se puede seguir la huella del Islam, como estudian a fondo autores como Asín Palacios (cura cristiano, por cierto) o la puertorriqueña Luce López Baralt, entre otros.

Y es Allah quien dice en Su Noble Corán: “Di: Si el mar fuera la tinta para las palabras de mi Señor, se agotaría antes de que las palabras de mi Señor se acabaran, incluso si trajéramos otro tanto” (Corán, 18-104).

¿Podrá toda la clerigalla y el beaterío cientifista llenar alguna vez su “inventario” de la existencia con palabras y tecnicismos y darlo por cerrado? Pregunto.

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