El materialismo psicópata terminó ganando la II Guerra Mundial

No hay justicia en la historia. Tampoco en la historiografía. Todos los occidentales y, por extensión, todos los ciudadanos «de primera» del mundo, tenemos grabado en la médula que la mayor brutalidad ocurrida en la historia fue el asesinato de seis millones de judíos alemanes orquestado por el III Reich. De hecho, la legislación de muchos países del primer mundo obliga al estudio del genocidio nazi en las escuelas, para que el recuerdo estigmatizante de esa lacra se perpetúe.

Y, sin embargo, mientras que el fantasma hitleriano aún atemoriza a medio mundo, condicionando incluso la vida política de muchos Estados, ¿quién remueve conciencias recordando a Leopoldo II de Bélgica? Nadie, o casi nadie. Y, no obstante, un par de décadas antes del ascenso al poder del nacionalsocialismo en Alemania, aún se sentían en África Central los coletazos del asesinato en masa, responsabilidad directa del monarca belga, en el que perdieron la vida unos diez millones de congoleños.

Claro está, ambos genocidios respondían a características diversas. El nazi estaba respaldado por un humanismo cientifista psicópata, mientras que el del Congo respondía, simplemente, al materialismo psicópata que terminó ganando la II Guerra Mundial. El asesinato en masa de los judíos del III Reich estaba motivado ideológicamente por una especie de darwinismo social que pretendía, basándose en teorías que hoy en día han quedado demostradas como plenamente absurdas, la mejora de la raza humana. El genocidio congoleño estaba motivado, simplemente, por la maximización de los beneficios en la producción de caucho.

Este caso es sólo una pequeña pincelada del retrato de cómo las realidades que sobrepasan los límites de la parte dominante del mundo quedan fuera de toda narrativa comúnmente aceptada. El capitalismo psicópata, desde 1945, ha matado y causado sufrimiento a mucha más gente que Leopoldo II y Hitler juntos.

Por ejemplo, mediante el hambre. En un momento en el que hay recursos para alimentar a toda la población mundial, más de 800 millones de personas, según datos de la ONU no tienen lo suficiente para comer. Sin embargo, el hambre nos es un problema ajeno, algo que no aparece en los telediarios: la práctica totalidad del hambre se encuentra fuera de nuestro mundo, y airearlo no sirve a ningún interés político, económico o ni tan siquiera puramente comercial dentro los medios de comunicación.

Sin embargo, cada año mueren 2,6 niños menores de cinco años por hambre en el mundo. Como decíamos, muchos más de los que pudo matar Hitler. Y son muertos del capitalismo: el capitalismo psicópata globalizado, heredero del ejercido por Leopoldo II, que ha despojado a sociedades enteras de cualquier medio con el que poder sostenerse.

Políticas como la PAC, por ejemplo, son terriblemente destructoras para las economías del tercer mundo (remitimos al informe de Intermón Oxfam Goliat contra David. Quién gana y quién pierde con la PAC en España y los países pobres, que puede encontrarse en internet). Mientras tanto, para solucionar el hambre de 66 millones de niños en el mundo (que, como ya hemos dicho, produce 2.600.000 muertes al año, 7.000 al día) bastarían 3.000 millones de dólares. Menos de la mitad de lo que costó la T4 de Barajas o de lo que España presupuesta anualmente en Defensa (y, claro está, muy por debajo de los 1.400.000.000.000 de dólares que dedica cada año EEUU a gastos militares).

 

Las banderas nacionales y las fronteras no son elementos naturales ni sobrehumanos, son piezas de tela y líneas inventadas. Sin embargo, nos las hemos creído hasta tal punto que nos hemos identificado con un rincón del mundo y lo que sucede fuera de él nos preocupa con la boca pequeña.

Mientras nadie se ha dado golpes en el pecho porque se sigan produciendo esas 7.000 muertes diarias de niños por hambre o por los 121 muertos que el sábado 4 de octubre causó el ébola en Sierra Leona, hemos visto cómo el país se ha vuelto loco por un solo caso de contagio de esta enfermedad y el sacrificio de un perro. Porque las vidas de los pobres, y eso ya nos lo demostró el ejemplo de los genocidios del Congo y nazi, valen menos, menos incluso que la de un perro.

Porque aunque defendamos la igualdad de todos los seres humanos, es simple y llanamente mentira, o quizá es que hayamos asumido plenamente que nosotros los occidentales y asimilados somos los verdaderamente iguales entre nosotros y aquellos que habitan lo que hay fuera son diferentes de nosotros.

 

Pero cuidado: los que ahora matan, dejan morir y esclavizan a «los demás» fueron los mismos que, no hace tanto, nos mataron, nos dejaron morir y nos esclavizaron a «nosotros».

¿Quién remueve conciencias recordando a Leopoldo II de Bélgica? Nadie, o casi nadie. Y, no obstante, un par de décadas antes del ascenso al poder del nacionalsocialismo en Alemania, aún se sentían en África Central los coletazos del asesinato en masa

 Nasim Paredes

 

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