El hombre pájaro

Ahí está, sostenido por un momento de pausa donde falsamente hay un segundero sin tiempo. El peso del cuerpo gravita hasta donde la propia conexión le permite; mientras inhala y exhala es consciente de su respiración y, casi también, consciente de sus poderes. Diría que tiene los ojos cerrados, cerrados hacia fuera, mientras el dulce sabor de ese estado empieza a expandirse y del ser brota una conversación. Parecía posible pero el sonido (ya tan familiar) de la urgencia mediática irrumpe en la escena y el caos de la realidad da comienzo a un único e idéntico plano-secuencia. –¿Cómo terminamos aquí?; este lugar es horrible. Debe ser que aún no ha decidido alzarse.

En solo unos minutos de acción, “él” somos todos y magistralmente nos han seducido las luces del espectáculo junto con sus reflejos en nuestra piel. La sociedad de papel de charol puede ser deliciosa pero, el tipo de amor del que estoy hablando es absoluto.

Como una maquinaria de reloj perfectamente estructurada, la disposición de los espacios y la naturaleza de sus personajes le van marcando una trayectoria reconocible, un procedimiento atractivo pero que es insuficiente. O eso me dice él cuando anhela contemplar desde otra perspectiva, pero las escenas del mundo van cerrando las posibles ventanas. Mientras tanto, por dentro, empujan las alas.

¿Cuáles son las estaciones de ese “yo” que nos habla? El hombre pájaro domina una y otra vez la escena y, en busca de una experiencia de verdad, se estrella contra las pantallas. El movimiento y el cambio no cesan, e incluso en los instantes de máxima quietud, los átomos continúan su recorrido. El ídolo interior puede manipular el mejor de los guiones, y es ahí cuando ese pájaro se vuelve imprescindible.

Un actor, o cualquier persona, lucha por encontrar un sentido dentro de las exigencias ilusorias, un laberinto proyectado desde el propio pensamiento y que sin aire puede tiranizar para siempre. La alquimia no se produce cuando garantiza saberlo todo, pues todo está continuamente naciendo de nuevo, como el estadio espiritual que emerge desde el que vuela a través de la metáfora.

Un borde delicado entre el observador y el observado que ponen de relieve el combate interminable entre ambición y conquista, entre la sed insaciable del reconocimiento y sus precipicios. Un juego melodramático de las relaciones personales que se vuelve absurdo y salta entre el amor y la admiración. El eterno ser, estar y parecer (o perecer en el intento).

La sombra del superhéroe que actúa y dirige al mismo tiempo trastorna su visión del nuevo escenario, del nuevo siglo, y el hombre pájaro quizá sea algo más que una memoria del pasado. El viaje es de pronto la desintegración de una auto conciencia y la aceptación de todas esas máscaras como partes de un proceso. En la autenticidad del alma otras puertas se pueden estar abriendo, y qué sabor tan delicioso cuando ese “yo” se vuelve perceptivo. El hombre pájaro ha vencido su miedo y ahora, goza las alturas.

Con Birdman, o La inesperada virtud de la ignorancia, el director de Amores perros, 21 Gramos, Babel y Biutiful, González Iñárritu, nos regala una obra maestra a través de un guión inteligente que hace de este film una sátira del cine, de la sociedad actual y de las bases de la cultura dominante. Una contemplación ingeniosa que sacude capitanes y barcos. Una crítica a la cultura de masas que, como diría Umberto Eco, baila entre los “Apocalípticos e Integrados”.

Inspirado por grandes directores de cine independiente y por autores del pensamiento, junto con un sello personal de lo que ha sido y es su vida, el director mexicano se adentra en las luces y sombras del ego en el mundo actual y permite una reflexión inspiradora en la posibilidad del hombre y de la mujer pájaro; un trayecto para sublimar las formas siempre que éstos se lancen a ese vuelo y no a su propia autodestrucción.

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