El hijo del Sol

“El mito es un cuento tradicional,

que contiene una referencia secundaria y parcial

a algo de importancia colectiva”.

Walter Burket

 

En el siglo de Oro español el mito de Faetón es frecuentemente recreado en obras como: Los rayos de Faetón (1639), de Pedro Soto de Rojas; La Fábula de Faetón (1629), del Conde de Villamediana; El Perro del Hortelano (1613) y El Animal de Hungría (1617), de Lope de Vega, o El hijo del Sol, Faetón, de Pedro Calderón de la Barca. Es una historia que responde a la inquietud que reina en lo hondo del Imperio español y de todos los imperios. Como todos los cuentos tradicionales, lo importante está en el cómo.

Todo comienza en el típico círculo de amigos, donde unos rivalizan con los otros y donde las burlas escuecen más que los golpes. Uno de ellos, Faetón, a quien los otros tachan de bastardo, responde que su padre no sólo es conocido sino que supera en todo a los padres de los demás porque es Febo, el dios sol. La carcajada que sueltan los demás cuando le oyen –¿cómo puede el sol ser el padre de nadie?– le humilla y le llena de rabia. No sólo ante los demás, sino ante sí mismo necesita demostrar la verdad de que su padre es el sol, que su madre no es una cualquiera que viste su vergüenza con una mentira.

Para ello, Faetón, siguiendo el consejo de su madre, atraviesa Etiopía, después la India, hasta llegar al lugar mismo de la Tierra donde todos los amaneceres sale el sol: la casa de su padre, en la que magníficas columnas sostienen una capa de oro que le ciega los ojos, y donde Febo, el sol, vestido de púrpura, se sienta en un trono de esmeraldas radiantes, rodeado por su séquito de las cuatro estaciones, las generaciones y las horas.

El muchacho, pasmado, saborea el momento más feliz de su joven existencia. No tanto por contemplar las maravillas que rodean a su padre, sino porque éste, volviendo la cabeza hacia él, le dirige las palabras que sueña escuchar: ¡Faetón, hijo mío!

Luego, padre e hijo hablan por primera vez. “¿Para qué has venido, hijo, con qué propósito?”. “Padre, si es verdad que lo eres y que mi madre no miente, haz que todo el mundo lo sepa, remueve toda duda”. “No temas llamarme padre, tu madre no miente. Pero para que no te quede la menor duda, pídeme algo, lo que sea, te prometo que lo tendrás. Te lo prometo con un juramente inviolable”.

Estas palabras últimas de sol son las de un padre conmovido por el sufrimiento que tortura a su hijo. Sin embargo, son peligrosas, porque olvidan que quien las dice es el sol que impera sobre las estaciones y las horas, que por encima de la responsabilidad de ser padre tiene una mayor. Nada más comprensible, pero a la vez nefasto, como se ve a continuación.

Porque lo que le pide Faetón es simplemente una locura. Quiere conducir el carro del sol durante un día completo. Un deseo imperial. Y el padre, que se da demasiado tarde cuenta de lo que ha hecho, quiere inmediatamente que su hijo se desdiga de sus estúpidas palabras. El peligro de lo que pide, le dice, es infinito para él mismo y para toda la creación. Ni siquiera Júpiter se atreve a poner sus manos en las bridas del carro del sol y quién podría competir con él.

El primer tramo, argumenta el sol, es casi vertical. Los caballos, frescos después de una noche de descanso, tiran del carro con frenesí. Después, una vez en medio de los cielos, aterroriza mirar abajo, hacia la tierra y el océano tan pequeños que mi corazón empuja por salirse del pecho. Después, viene lo más terrible, la bajada en la tarde hacia las aguas de Tetis, donde siempre temo estrellarme. ¿Qué harás cuando con las riendas en las manos tengas que contrarrestar el tirón del giro de los Polos? Incluso si llegas a mantener tu curso, tendrás que atravesar los cuernos del Gran Toro, entre las flechas indecentes del Arquero y la mandíbula devoradora del León Furioso. Sin olvidar las tenazas del Escorpión que te agarrarán por un lado, mientras que por el otro se lanzará sobre ti el Cangrejo con sus dobles molinetes. No me pidas que te dé lo que será tu destrucción segura. El temor paternal por tu vida que ves en mi corazón debe bastarte como prueba de que soy tu padre. “Pídeme lo que quieras de toda la Creación, excepto esto, será tuyo”.

Pero Faetón no escucha a su padre. Hay dos razones para ello. La primera, el dolor que la ausencia de padre le ha causado a través de su niñez y primera juventud, un sentimiento que le ha enloquecido. La segunda, que no se puede olvidar que para bien y para mal es hijo del sol. Y algo más, ¿acaso hay algún hijo que no quiera emular a su padre?

Asistimos entonces a su tragedia. Los caballos alados sienten desde el primer momento algo raro en el carro. No pesa lo bastante, parece que está vacío y esto les hace perder la cabeza, de modo que se salen de la ruta y se internan en el cielo abierto sin que Faetón pueda controlarlos con las riendas.

Por primera vez, las estrellas del Arado se abrasan y, aunque les está prohibido, se arrojan en el Océano Ártico para hundirse en él. También, la Serpiente, que inverna en el Polo, se despierta furiosa por las quemaduras. Una catástrofe sucede a la otra. Todo arde, los bosques, las montañas y los ríos, naciones enteras se convierten en humo.

Entonces la Tierra, estremecida de terror, clama rogando a Júpiter que ponga fin a la terrible desgracia que la aflige, antes de correr a refugiarse en el fondo de sí misma, cerca de la morada de los fantasmas.

Júpiter, alarmado, contempla el inmenso incendio, comprueba también que el cielo ha perdido sus nubes y que no hay ni una gota de agua en él. No le queda más que una alternativa. Toma un rayo y lo lanza contra el carro del sol que explota y se disuelve en fragmentos. Faetón, mortalmente herido, salta por los aires y cae dando vueltas, como una estrella fugaz en una noche clara, hasta estrellar su cuerpo abrasado contra el suelo.

El caudaloso Eridanus apaga su cuerpo y las ninfas de Italia entierran sus restos en una tumba en la que graban un epitafio: Aquí yace el hijo de Febo, que murió en el carro del sol. Su fuerza, demasiado humana. Su coraje y su orgullo, demasiado ardientes.

Su padre, Febo, llora su muerte, también su madre y sus hermanas, las hijas del sol. Éstas, golpeándose el pecho, se arrojan sobre la tumba de su hermano. A largo de días, semanas y meses, sus lamentos se vuelven continuos y obsesivos, hasta que un día una de ellas enmudece, sus pies se han hundido como raíces en la tierra. Poco a poco, lo mismo les ocurre a las otras. Sus brazos se convierten en ramas; sus torsos, en troncos cubiertos por gruesa corteza que silencia los gritos que emiten sus bocas. Sólo, en el silencio, corren sobre la corteza sus lágrimas que, bajo la luz del sol, se convierten en ámbar.

Las lágrimas de ámbar de las hijas del sol son arrastradas velozmente por las aguas de un río para adornar, un día futuro, las orejas de las novias romanas.

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