Dispositivos tecnológicos: mutaciones sociales y alteraciones cognitivas

 Dispositivos tecnológicos

Cuando en 1948 George Orwell, en vistas de los acontecimientos de su tiempo, imaginó una sociedad totalitaria controlada a través de la vigilancia y adoctrinamiento permanente de la gente por el Gran Hermano, se representó un complejo de edificaciones con sus interiores recubiertos por pantallas imposibles de soslayar debido a su tamaño. Jamás imaginó entonces que no se necesitarían pantallas tan grandes, y que con visores del tamaño de una mano, que la gente portaría y atendería voluntariamente, sería suficiente para mantener su atención prisionera de un no lugar de ausencias presentes y presencias ausentes.

Pero éste es sólo el final de un largo recorrido cuyos primeros pasos consistieron en la entrada del televisor en cada hogar, convirtiéndose así éste en huésped común de todos ellos, hasta el punto de que el viejo adagio castellano “cada uno en su casa y Dios en la de todos” cobró curiosas acepciones. Sin embargo, las pantallas no se quedaron allí, pues al cabo de los años reproductores VHC y luego DVD trajeron a casa las películas que anteriormente sólo se podían visualizar en salas de cine. Pero, además, las pantallas fueron invadiendo el espacio público -metro, autobuses, salas de espera en hospitales y dondequiera que la gente concurre a hacer trámites- y también el espacio privado y de trabajo a través de ordenadores fijos y portátiles.

Al respecto, Jean Baudrillard, sociólogo y filósofo francés, sólo con el título de sus libros Cultura y simulacro o El asesinato de lo real, aportó sugerentes reflexiones acerca del papel de la imagen en la cultura postmoderna. Anteriormente, Guy Debord había extendido el análisis marxista de la alienación en la sociedad moderna a través de La sociedad del espectáculo, en la que éste cumple paradójicamente una función aglutinadora a la vez que separadora de la primera, lo que fue posible gracias a la promoción por ésta del ‘individuo’, aparejado a un narcisismo y hedonismo exacerbados, estudiados en La era del vacío por el sociólogo Gilles Lipovetsky, y cuya contraparte es un tipo humano dramáticamente uniforme, el hombre-masa, anunciado por Nietzsche en El nihilismo europeo y aludido por Heidegger en Ser y tiempo en su descripción de la inautenticidad.

Desde que en el siglo XVI pensadores renacentistas comenzaron a representarse visiones ideales de promisorias realidades sociales, en lugares que sólo existían en un futuro por ellos imaginado, pasaron dos siglos hasta que la Revolución Industrial añadió a aquellas quimeras los ingredientes del progreso técnico, por el cual las utopías incorporaron el sueño de un mundo técnicamente modificado en el que la ciencia y la técnica solucionarían los problemas que la humanidad no había logrado superar a través de una reforma moral del ser humano.

Justamente, indica Friedrich George Jünger en Perfección y fracaso de la técnica, éste es el carácter de las utopías, ya que las implementaciones técnicas tarde o temprano se hacen factibles en sociedades que se han volcado casi exclusivamente en este tipo de desarrollo. En cambio, esperar del ámbito técnico consecuencias que nada tienen que ver con él, como la armonía y la hermandad entre los seres humanos, su mutua comprensión y asistencia, eso es esperar de ese ámbito situaciones que lo exceden.

Y ello pronto vino a corroborarse con las terribles carnicerías mecanizadas que supusieron las llamadas guerras mundiales, acabando con el optimismo y la confianza en la razón y la ciencia, con lo cual el género utópico devino en distopías, que en la proyección de un mundo técnicamente modificado nos aportaron visiones ominosas antes que esperanzadoras. Dos de las más conocidas, la mencionada 1984 de Orwell y El mundo feliz de Huxley, trataron esas proyecciones de distinto modo, pues en 1984 el totalitarismo es palpable, y la gente es coaccionada a aceptarlo por el chantaje del miedo y la amenaza de guerras permanentes, mientras que en Un mundo feliz la tiranía pasa desapercibida y la gente cree vivir en un mundo espléndido, inducida a ello a través del consumo ritualizado de sustancias placenteras; de ahí la ironía de su título. Hoy, sin embargo, pareciese que esa fabulosa sustancia “sin efectos secundarios”, el soma, tiene su correlato en la adicción a las “redes sociales”, que, contrariamente a su denominación, han inhibido ampliamente la disposición de la gente a encontrarse de modo directo con sus semejantes.

Si sólo contásemos lo antes mencionado entre los efectos perversos de estos dispositivos, el balance ya correría el riesgo de ser negativo, pero hemos de considerar además las graves deficiencias ocasionadas en una sociedad que ha ido perdiendo no sólo el hábito de la lectura, sino la capacidad misma para mantener la atención en cualquier cosa que no reporte auto-gratificación inmediata. De hecho, hay estudios neurológicos que señalan que el uso prolongado de estos dispositivos produce daños en las mismas zonas del cerebro que las drogas, a lo que se añade la carga electromagnética obtenida a través de su uso, además de la saturación por microondas de nuestro entorno, producto de las señales inalámbricas.

Pese a lo dicho hasta aquí, no han faltado apologistas de las nuevas tecnologías que han creído que ellas nos traerían un “mundo libre” gracias a la información, dado que en la red “está todo”, pareciendo que lo único que hacía falta era volcarse a una especie de ciberactivismo. Sin embargo, dichas visiones han perdido de vista que la libertad es la prerrogativa del ser humano libre y no una consecuencia de la información, ya que la naturaleza de ésta yace indicada en su misma etimología que denota su cualidad de ser in-forme. Por tanto, ella no es nada sin personas que logren articularla, de manera que el ciberactivismo corre el riesgo de transformarse en una actividad carente de sentido redundante en los ya convencidos. Aunque sabemos que no es tan así y que, se quiera o no, genera corrientes de opinión contra-culturales que revierten relativamente estados generalizados de opinión.

Pero del mismo modo que se ha de evitar un pesimismo derrotista, se ha de obviar también un optimismo desmesurado como el que manifestaba el científico y escritor de ciencia-ficción Isaac Asimov en una entrevista acerca de las nuevas tecnologías, presentándolas como una oportunidad sin precedentes para “democratizar el conocimiento”, pues las personas tendrían libre acceso a la información (nuevamente el prejuicio “todo está allí” -sin tener en cuenta que en ese “todo” está también lo perjudicial-). Pero ello señala además una confusión grotesca, consistente en desconocer la diferencia habida entre información y conocimiento. De hecho, hoy es frecuente encontrarse en ciertos ámbitos con la ampulosa denominación de “sociedad del conocimiento” para hacer referencia a la sociedad globalizada en la que se expande una no cultura monolítica y decadente, aludida por el filósofo Peter Sloterdijk en En el mundo interior del capital -otro título no carente de ironía-, donde indica la tendencia del capitalismo a succionar toda exterioridad a su espacio “interior” re-configurado.

Sin embargo, lo que hay en la red es información, pues información son datos, verdaderos o falsos, relevantes o irrelevantes, mientras que el conocimiento es un acontecimiento que ocurre en ciertas situaciones y condiciones y no se da sí o sí, pues depende de la recepción, de la comprensión, de la forma que toman las cosas para alguien y de la noción del lugar que cada cosa tiene.

Por otro lado, descabelladamente, los miembros de las plutocracias financieras que controlan el sistema corporativo que a su vez domina el mundo -por encima de los Gobiernos locales y sus espectáculos de feria- pareciesen creer que viven en un mundo seguro, a pesar de los descomunales impactos ecológicos y climáticos como consecuencia de mantener un rumbo de colisión. Y pareciesen creer también que ese rumbo que imaginan favorable se mantendrá porque, fieles a su naturaleza de hombres de cálculo, ponen su tranquilidad en el efecto de los medios sobre las mayorías. No obstante, los más destacados pensadores de todos los tiempos han sabido que las mayorías viven siempre de las tendencias del pasado, mientras que un pequeño número de personas viven ya los parámetros que más tarde serán transferidos a la generalidad de los seres humanos. De hecho, hay estudios sociológicos que hablan de la cifra crítica a partir de la cual se alcanza una pronta cristalización de esas transformaciones.

Nosotros, sin embargo, fieles a nuestra práctica de evitar el cálculo, no daremos cifras y sólo citaremos: “Desde dentro de un mundo que se hunde, otro mundo emerge”.

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