DE LA ARISTOCRACIA

Etimológicamente, la palabra aristocracia –que proviene del griego, como tantas otras- significa ‘el gobierno de los mejores’. Ortega y Gasset argumenta, con la agudeza que lo caracteriza, que esa, en puridad, no es una clase social, sino una necesidad del ser humano, algo que pertenece a su naturaleza social: el que unos dirijan y otros los sigan. Y no hay argumento más esclarecedor para demostrar esta afirmación que la propia realidad: ¿qué partido, asociación o grupo del tipo que sea no tiene dirigentes? Si nos vamos al extremo que podemos suponer más alejado de un gobierno aristocrático, el anarquismo, ¿acaso Bakunin, Proudhon, Kropotkin, Durruti, Ferrer i Guardia, etc., etc., no forman la aristocracia del anarquismo?

Es a partir de la Ilustración y sus “luces” (a menudo bien oscuras), junto a sus secuelas marxistas, cuando se generaliza la confusión entre el concepto de aristocracia y la clase social a que hacemos referencia al utilizar esa palabra.

Pero tiene muy poco que ver la “nobleza de carácter”, que es uno de los valores más amados por cualquier musulmán, y la “nobleza de sangre” –la sangre azul−, que sí que es un concepto decadente y sin fuerza en sí mismo. En Islam la palabra aristocracia no está desvalorizada, como ocurre en la mentalidad occidental, porque no se asocia a aquella clase social de nobles, a menudo depravados y corruptos, sino “al gobierno de los mejores”, tal como los griegos lo entendieron y, desde los tiempos del Profeta Muhammad (s.a.w.s.) ha constituido la forma de gobernarse en el Islam. Sobre todo en los primeros tiempos (Omeyas y Abasidas convirtieron el califato en algo hereditario, pero no fue así con los primeros califas). El gobierno caía siempre en manos de los más honestos, los más responsables, los más generosos, los de más “noble carácter”, y la comunidad lo asumía por aclamación, sin estas panoplias teatreras que hoy día llaman “democracia” y que, en esencia, consiste en una pelea de gallos para que cada cierto número de años, de entre los que se pelean, dilapidan recursos y energías, se faltan al respeto, deshacen lo que los otros hicieron y viceversa, elijamos a quienes nos van a engañar esa vez; mientras desde la sombra, gane quien gane, sigan mandando una vez más los bancos.

Ortega y Gasset en su libro La rebelión de las masas (que tanto gustó, por cierto a mentes tan preclaras como Thomas Mann o Carl Schmitt, que se lo recomendó a su amigo Ernst Jünger) no sólo reflexiona sobre el verdadero sentido de la palabra aristocracia; también nos dice cosas como que Europa se ha quedado sin moral. No es que el hombre-masa menosprecie una anticuada en beneficio de otra emergente, sino que el centro de su régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin supeditarse a moral alguna. Y, en otro lugar, afirma: Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil; ambas, en efecto, son formas de hemiplejia moral.

Ortega, en realidad, no hace sino caminar por el sendero que, en el Occidente moderno, había abierto Nietzsche cuando reclamaba una “moral de señores”, aristocrática, en lugar de la moral de esclavos y resentidos propia del cristianismo, el bolchevismo y el capitalismo demo-liberal.

Allah, en Su Libro, nos dice: “¡Hombres! Os hemos creado a partir de un varón y de una hembra y os hemos hecho pueblos y tribus distintos para que os reconocierais unos a otros. Y en verdad que el más noble de vosotros ante Allah es el que más Le teme.

Allah es Conocedor y está perfectamente informado (Corán, 49, 13).

Y es el propio Nietzsche, en sus escritos, quien se dirige a las autoridades cristianas para decirles que más les valdría haber aprendido del Islam, en lugar de perseguirlo como lo persiguieron.

Pues, al fin, ¿quién que no haya perdido algo básico de su ser puede desear para su vida y la de su gente algo distinto al “gobierno de los mejores”?

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