De Jaime a don Jaime

Un silencio rodea la figura del jefe. Sin embargo, es imprescindible en todas las esferas de la vida: la familia, la amistad, la empresa mercantil o industrial, la política, la religión. Quizás por ello, en un rincón de su obra singular, Ernst Jünger exclama: “Bienaventurado aquél que posee el don inapreciable de tener un buen jefe”.

Lo primero en la figura de este jefe, cuando por milagro aparece, es la admiración que despierta su persona entre los que le rodean; por su fuerza y coraje o por su intelecto o por su visión o por una combinación de cualidades; le rodea el aura del buen nombre. En algunos casos, la admiración por el jefe es acompañada por el amor; una clase de amor, sin embargo, muy distinto de todos los demás.

Todo jefe nato tiene que llegar a serlo. En el caso metafórico que vamos a contemplar, un modelo de liderazgo esculpido por la pluma de un escritor[1], nuestro jefe, desde el momento en que se da cuenta de que lo es, se ve movido a deponer al Jefe de Estado reinante movido por una dinámica oculta; puesto que germina el uno cuando el otro se ha vuelto un tirano.

Un complot para hacerse con el poder es cosa de vida o muerte, pero nuestro jefe recibe la ayuda de un confidente y de una mujer. El confidente le sirve de espejo; la mujer, no sin dudas, apuesta por él. El confidente pone también en marcha la máquina de los habituales intrigantes que acechan cuando el poder amenaza con derrumbarse. Para ello, el confidente no desestima ningún medio, puesto que en su pecho arde el amor por el jefe al que se ha hecho alusión. Tampoco debe olvidarse que a nuestro jefe, un capitán de dragones, allá donde se encuentre, le rodea siempre la admiración y el apoyo confiado de los hombres que luchan a caballo.

Tres condiciones se revelan por lo tanto necesarias inicialmente: un compañero devoto, el deleite, un bando activo y leal.

J¸nger, Ernst Author; Heidelberg 29.3.1895-Riedlingen 17.2.1998.-Portrait photo.-Photo (Ursula Litzmann), 1947.[/caption]

Una noche, el sino político hace que el compañero devoto y el tirano se hablen. Éste manifiesta conocer el golpe de Estado que se prepara contra él y el papel que el confidente y los demás implicados juegan en ella. Confiesa seductoramente también que desde hace tiempo no espera sino la circunstancia que le libre del peso del poder.

El confidente malentiende sus palabras, cree que se oculta en ellas una terrible amenaza, pero nuestro jefe se las explica debidamente: “Está cansado y tiene miedo. Te ha llamado para abrir una negociación, pero no habrá regateos. Hay que plantear batalla lo más pronto posible”, le dice.

Estas palabras muestran al devoto compañero que la moneda de su jefe tiene ya valor intrínseco, que el peligro de ser falsa ha dejado serlo. La admiración y el amor han de justificarse para no convertirse en desprecio.

Algunos días más tarde dos hombres buscan al confidente. El primero le dice que para derribar al tirano y dar voz al pueblo, la próspera masonería apoyará a su jefe. La expresión “voz del pueblo” delata sus verdaderas intenciones. La nueva riqueza desea desbancar a la terrateniente antigua. El segundo, un teólogo jesuita, es más sinuoso. Mientras habla con el confidente desmenuza entre sus dedos una flor de magnolia. La Iglesia, viene a decir, apoyará por supuesto al vencedor.

Cuando el confidente reporta a su jefe ambos encuentros, la respuesta de éste le revela hasta qué punto y con qué celeridad ha pasado a dominar también en la zona de las sombras. Nunca los masones ni la Iglesia –con quienes me he puesto por otro lado de acuerdo- deciden los acontecimientos, sólo los constatan, le dice.

Después de esto, el destino incalculable precipita la batalla. El nuevo jefe planea con la audacia sencilla de una perfecta inteligencia el momento de la verdad, es decir, de la acción que decide el acontecer.

Al frente de su tropa de hombres a caballo agitando sus aceros camino de la victoria o de la muerte, el alma del jefe, y con ella la de toda la partida, se eleva por encima de sí misma. No hay momento como éste. Ni siquiera el sabor de la victoria sería mejor. Porque es un momento, dice el escritor de esta metáfora, en que los hombres son verdaderamente amigos, fundidos en un amor que sobrepasa altaneramente a los otros amores. Misterio de la humanidad que se da por nada a nada.

La acción toma lugar en un pueblo a las puertas de la capital. El victorioso entrará en ella para ocupar de nuevo o por primera vez el Palacio, la sede visible del poder.

En la primera parte de la batalla, nuestro jefe, los jinetes y la infantería que les apoya, el partido del pueblo, son vencidos por el partido reinante de los terratenientes. Todo parece perdido. Sin embargo, no lo está completamente, pues la pasión que arde en el interior del compañero devoto se resiste tenazmente a extinguirse. Su imaginación evoca una segunda parte de la batalla en que ganar lo perdido; un enfrentamiento nuevo y distinto, pues no será ya el choque entre los cuerpos de dos batallones sino entre los cuerpos de dos individuos. Un duelo entre dos corazones que se buscan desde el principio.

Así, mientras los soldados vencedores se emborrachan en el pueblo, conduce a su jefe, bajo la protección de la noche, hasta el convento donde el Jefe de Estado aún reinante descansa solitariamente en un rincón de la capilla. Sorteando la vigilancia de los centinelas, el compañero y su jefe llegan hasta él con sus pistolas en alto. Don Benito, así se llama el tirano, se halla bajo sus puntos de mira, pero no es cuestión de pistolas. En medio del silencio de un lugar quizás ahora sagrado, Don Benito y Jaime, así se llama nuestro jefe, se enfrentan en una batalla de almas en el mismo corazón del momento de la verdad.

Repentinamente, Jaime baja la pistola y la enfunda. Este gesto produce una revolución en Don Benito que en un segundo se siente bañado por la esperanza. Parece que Jaime quiere dar a su oponente la oportunidad de defenderse. Quizás no ha sido capaz de matarlo. No es así. Don Jaime sabe que es malo jugar con la suerte por segura que parezca. En lugar de la pistola, en su mano aparece un cuchillo que sin vacilar hunde duramente, con mano segura, en el corazón de Don Benito, mientras éste se retuerce, presa de la estupefacción.


[1] Pierre Drieu La Rochelle. L’homme à cheval, Gallimard, 2012.

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