Creta y el laberinto del Minotauro

Representación de Teseo dadndo muerte al minoatauro en un vasija griega


El laberinto que encerraba al Minotauro, mandado construir por el rey Minos a Dédalo, como gran parte de los mitos clásicos, para mucha gente no dejaba de ser una historia legendaria sin base real alguna, mientras que para muchos griegos el mito se apoyaba en hechos, al menos en parte, verdaderos. Para sorpresa de los más escépticos, a principios del siglo XX, un grupo de arqueólogos dirigidos por los británicos Arthur Evans y otros colaboradores como William Hogart, descubrieron las ruinas de un palacio en Cnosos (Creta) que por su riqueza de piezas arqueológicas y de estructuras arquitectónicas, demostraba la existencia de un palacio de una corte poderosa y desarrollada que albergaba en su interior un intrincado laberinto. Por las pruebas efectuadas, el yacimiento pudo datarse anterior en el tiempo a muchos de los yacimientos griegos tenidos por más antiguos y, en muchos aspectos, venía a refrendar las alusiones que los relatos épicos de Homero situaban en aquellas tierras en tiempos antiguos. Se empezó a hablar entonces de la civilización minoica (por el rey Minos), con sede en Creta, como la civilización europea más antigua que se conoce y todavía hoy los estudiosos del tema se debaten entre si su origen tiene influencias egipcias, de la antigua Grecia continental y de alguna otra civilización antigua, o era una cultura fundamentalmente autóctona, de remotos y desconocidos orígenes.

Lo cierto es que Creta ha sido el centro de otros muchos laberintos, además de aquel mito arcaico del Minotauro. Situada en una encrucijada clave en el Mediterráneo, justo entre medias de territorios cristianos y musulmanes, su historia ha tenido avatares variados y complejos. Desde el siglo XVI perteneció al Califato Otomano, aunque con una significación como isla singular y única dentro de él. Durante ese tiempo convivieron en ella la población musulmana (en el poder) y la cristiana; no sin tensiones, a menudo provocadas por motivos políticos y que involucraban a las naciones europeas más poderosas junto a Turquía, cada una con sus propios intereses. Trick Currelly, un miembro de las expediciones arqueológicas que investigaban las ruinas de Cnosos, cuenta, por ejemplo, el relato que oyó de boca de unos cristianos devotos y que le llenó de pasmo por lo sanguinario, en contraste con la aparente devoción cristiana de quienes se lo contaban: “En un pueblo de la parte oriental de la isla, de población musulmana, sus habitantes, ajenos a la guerra civil que se había desencadenado, fueron sorprendidos por un ataque a tiros que no esperaban. Los hombres, en cuanto pudieron, se hicieron con algunas armas y corrieron con sus familias hasta la mezquita a refugiarse. Una vez allí comprobaron que apenas tenían armas y no tenían nada que hacer contra los asaltantes, por lo que decidieron negociar un acuerdo para rendirse a cambio de que les perdonasen la vida y les dejaran marchar dejando atrás sus posesiones (tierras, animales, herramientas, etc.). Los cristianos juraron ante el Evangelio que respetarían el acuerdo con la única condición de que antes de salir arrojaran las armas por las ventanas. Así se hizo y al salir, ya desarmados, los musulmanes fueron colocados en filas: madres con sus hijos, ancianos con niños de los que cuidaban, hombres con sus hijos pequeños en brazos… Una vez así, abrieron fuego contra ellos matándolos a todos salvo a una niñita que corrió hacia los cristianos.

Uno de los arqueólogos que dirigían aquellos yacimientos, Hogart, que aunque de cultura cristiana, por británico, podríamos considerar un observador neutral, dejó dicho lo siguiente:

Allí donde han dominado los musulmanes, los fieles de las dos creencias han reanudado una vida pacífica como en la Antigüedad, pues los cristianos saben que los musulmanes actúan como uno solo bajo una misma disciplina, y que cuando el Islam es vencedor, las vidas de sus seguidores están a salvo. Ahora bien, si los cristianos obtienen la libertad, el musulmán abandona su tierra natal. Porque por muchos privilegios que conceda la nueva autoridad, sabe que cada cual actuará en alguna ocasión a su libre albedrío, pues la cristiandad oriental no redunda en disciplina social.

Donde triunfaban los cristianos, tal como Hogart adivinó, la gran mayoría de los musulmanes se iba. Así ocurriría cuando en 1913, los cristianos triunfantes incorporaron la isla a Grecia. Pero todavía en 1923, con el Tratado de Lausanne, se obligó a treinta mil musulmanes cretenses a abandonar sus hogares y dejar la isla, mientras que tres mil cristianos procedentes de Turquía eran instalados en Creta.

Quién sabe si un nuevo Teseo tenga todavía que desentrañar el laberinto cretense y liberar a la humanidad de la amenaza del Minotauro.

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