Brasil 2014 y las protestas, entre la enajenación y la esperanza

Brasil 2014 y las protestas, entre la enajenación y la esperanza
Vista aérea del Cristo Redentor y el estadio de Maracaná en Rio de Janeiro, Brazil.

 A finales de agosto del año antepasado, a partir del alza del transporte público, comenzaron algunas protestas en la capital del estado de Río Grande del Norte en Brasil. Pero no fue sino lo desmedido de la respuesta policial lo que echó a la gente a la calle, hasta el punto de que la presión popular consiguió la revocación del aumento de la tarifa de autobús. Al año siguiente, un nuevo intento de elevar las tarifas, se encontró otra vez con enconadas protestas, a las que se sumó la crispación de la gente ante el gasto gigantesco en los preparativos del Mundial de fútbol en contraste con lo exiguo del gasto público en salud y educación. Las protestas iban en alza, sumando más de un millón de personas en cerca de cien ciudades a lo largo y ancho de Brasil, hasta que la visita del Papa electo el mismo año, aplacó las protestas, dado el catolicismo mayoritario del país, sin menoscabo de los  ancestrales ritos africanos que se ocultan tras él junto a la imperiosa necesidad de creer de los necesitados, también mayoritarios en una tierra que aunque abundante y rica, alberga contingentes enormes de gente endémicamente pauperizada, y que han hecho a Brasil tristemente famoso por sus favelas, el “turismo sexual”, la prostitución infantil y los escuadrones de la muerte que en los años 80 “limpiaban” las ciudades de niños de la calle; empobrecimiento que, sin embargo, se remonta a tiempos de la Colonia.

Cuando los portugueses llegaron a la parte de América que les asignaba el Tratado de Tordesillas,  no encontraron civilizaciones, sino tribus salvajes y dispersas que desconocían los metales, y, a diferencia de la América española, Brasil parecía vacío de oro y plata, de modo que la explotación de madera cubrió el primer período colonial. Le siguieron la producción de azúcar, que hasta entonces los europeos cultivaban en modestas cantidades en Sicilia y archipiélagos de Madeira y Canarias, importándola en su mayoría de Oriente a precios de oro, siendo vendida en farmacias y pesándosela en gramos. De modo que en el litoral húmedo y caliente del nordeste de Brasil se alzaron los cañaverales, haciendo del país el mayor productor  de azúcar -a la vez que el mayor mercado de esclavos- y estableciéndose su capital en el puerto de Salvador de Bahía, hasta que el monocultivo y la explotación extensiva agotaron las tierras, dejando un paisaje de sabanas en lugar del bosque tropical, al tiempo que nuevos territorios eran abiertos al cañaveral en el Caribe, reduciéndose la producción brasileña a la mitad, relegada así a un rol secundario.

El mismo ciclo se repetiría luego con el algodón en Marañón, en el norte de Brasil, y en el sur, un siglo después, con el café. Entre medio se descubrió oro –y después diamantes- en la región que posteriormente se llamaría Mina Gerais (minas generales), y de allí, en menos de un siglo, se extrajo la mayor cantidad de oro obtenida hasta entonces de América -una cantidad mayor que el oro que España había extraído de todas sus colonias en los dos siglos anteriores-, lo que desplazó el polo económico y político hacia el sudeste, pasando a ser el puerto de Río de Janeiro la capital.

Hacia 1700 había en Brasil cerca de 300.000 almas. Un siglo después esta cifra se había multiplicado once veces. Más de 300.000 portugueses fueron atraídos por la fiebre del oro (una población mayor que la que había aportado España a todas sus colonias), pero pasado un siglo el oro se había esfumado incluso de las manos de la corona portuguesa hacia las manos de sus acreedores. Pues si bien ya un siglo antes el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Carlos V, había dicho que en sus dominios no se ponía el sol, Jakob Fugger no había sido menos diciéndole: “Es también conocido y manifiesto que su imperial majestad no hubiera podido obtener la corona romana sin mi ayuda”, y en esta situación de subordinación fáctica de los reyes europeos -con sus guerras y aventuras coloniales- a los prestamistas, se sellaría el destino de Latinoamérica como suministradora de recursos, pues si bien es cierto que las empresas coloniales buscaban el provecho de sus dueños. No fue menos cierto que al consistir éstas en la generación de materias primas, sus mayores beneficiarios fueron en último término quienes se ocuparon de su financiación, comercialización, industrialización y distribución.

Por tanto, estas actividades productivas inauguraban períodos de auge seguidos por períodos de decadencia, que finalmente apenas dejaban algo en las tierras por las cuales pasaban, excepto excedentes de “capital humano”. Desde los inicios de la colonia se introdujeron desde África cerca de 10 millones de seres humanos, hasta que la abolición de la esclavitud en 1888, una vez “liberados”, los constituyó en bolsas de pobreza y mano de obra dispuesta por salarios de hambre, subempleada luego en la extracción del caucho en el Amazonas -por la que se fundó la ciudad de Manaos-, y posteriormente en los cafetales del sudeste de Brasil. Este “excedente de producción” fue una población en constante desplazamiento al interior del país, y su condición empeoró por la mecanización de las actividades agrícolas y la constitución del latifundio, y se ocupó, en parte, en el levantamiento de ciudades, desde la nada, en zonas desiertas, como la nueva capital, Brasilia. Una vez construidas, dejaban un cinturón de poblaciones satélites, habitadas desde entonces por un ejército de desocupados, y que hoy son subempleados en el reciclaje “artesanal” de basura.

Entre tanto, la ciudad de Ouro Preto, en Mina Gerais, quedó como monumento al esplendor de otras épocas, pese a lo cual la riqueza de Brasil estaba muy lejos de agotarse, pues se hallarían luego en el subsuelo enormes reservas de hierro y petróleo, y en virtud de ciertos tratados, aviones norteamericanos sobrevolaron y fotografiaron la zona de la Amazonia en 1964, con aparatos que detectaban la presencia de metales radioactivos, comprobándose la existencia de importantes yacimientos de oro, plata, diamantes, titanio, uranio y manganeso, entre otros. Esta y otras riquezas fueron expropiadas de Brasil a golpe de deuda en la época de las dictaduras latinoamericanas de final de los años 60, bajo la lógica de que si el país no tenía recursos para extraer sus riquezas, debía cederlas a los “inversionistas”, que así dejarían parte de sus ganancias en el país al extraerlas, lo que no fue cierto en modo alguno, puesto que se llevaron casi todo, sin invertir nada propio salvo el mínimo necesario de sus “utilidades” en las actividades extractivas, evadiendo toda clase de impuestos, y aprovechando toda serie de regalías y facilidades, y dejando en la mayoría de los casos no sólo el despojo, sino además deuda privada que luego se forzaría a los sucesivos gobiernos a asumir como deuda pública; siendo la extracción del petróleo una notable excepción.

Finalmente, hace sólo diez años, el electo presidente, Lula da Silva, de vientre prominente (de sindicalista que no de obrero -pese a que su partido se llama “el Partido de los Trabajadores”-), había prometido cinco comidas diarias a los 190 millones de brasileños, como si ignorase que más de tres cuartas partes de la población se siente bendecida si alcanza el par de comidas diarias. Por entonces Brasil ya comenzaba a perfilarse bajo el nuevo paradigma de “potencia emergente”, donde las extremas diferencias sociales coexisten con un gran desarrollo industrial y económico, que, no obstante, mantiene a los países a merced de las estructuras supranacionales.  En ese sentido, no deja de llamar la atención que eventos como el Mundial de fútbol de la FIFA o los Juegos Olímpicos se hayan realizado en los últimos años en países de esta categoría, como los Juegos Olímpicos de Beijing 2008, el Mundial de Sudáfrica de 2010 o los Juegos Olímpicos de Sochi en Rusia, con la diferencia de que la gente en Brasil manifiesta un estado de desasosiego previo al despertar, que se está haciendo cada vez más frecuente en distintos lugares del mundo, y que no se contenta fácilmente con la fórmula romana “pan y circo”. Por último, no está demás señalar que Brasil como potencia emergente comparte con Rusia y con EE. UU. un constante incremento de musulmanes conversos.

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