Baudelaire: la conciencia crítica de la modernidad

Baudelaire

Baudelaire vivió en un tiempo en el que el capitalismo ya estaba modelando un tipo de ser humano cada vez más decadente y deshumanizado. Ese llamado “humanismo” que se había iniciado varios siglos antes, en el siglo XIX ya iba mostrando con claridad su verdadera cara, bien poco humana, por cierto. Sin embargo, el desarrollo tecnológico, cada vez más grande y llamativo, podía enmascarar la decadencia de fondo mediante una apariencia de progreso continuo y desarrollo hacia una sociedad de apariencia más libre, por cómoda y llena de aparatos y descubrimientos científicos de aplicación en la tecnología y más “amante de la vida”, pero de una vida superficial, que se queda en lo nervioso, efímero, insustancial… Si eso ya lo notaba el poeta en el XIX, imagínense lo que diría de estar hoy vivo.

                Había que ser muy crítico con la realidad y, sobre todo, tener una gran capacidad de mirar a fondo la existencia, para darse cuenta de que bajo esa apariencia de continuo progreso lo que se estaba dando, en realidad, era una descomposición del ser humano y una caída hacia actitudes vitales cada vez más débiles, frívolas y vacías. Y desde los mantenedores del orden (no sólo políticos; también pensadores, artistas…) cualquiera que sacara los pies del plato y pusiera en tela de juicio la mirada dominante, o era desplazado e ignorado, o se reinterpretaba para que su mensaje perdiera todo su poder transformador.

                Es el caso de hombres como Nietzsche, que se da cuenta de que el nihilismo está echando raíces en el alma humana y lo desenmascara y denuncia, pero que es “clasificado” como nihilista por los ignorantes y por los malintencionados, que sí saben de lo que hablan, pero lo cambian todo a propósito para que no estorbe a sus fines. Y es el caso de Baudelaire, “clasificado” de nuevo como decadente, cuando es precisamente él quien denuncia y deja a las claras la decadencia en que la sociedad occidental está cayendo sin remedio y la mascarada en que se están convirtiendo cosas profundas para la existencia y el devenir del ser.

                En su poema El viaje, Baudelaire, hablando de lo que ve en el mundo que vive, dice cosas como esta:

La mujer, vil esclava, orgullosa y estúpida/ sin humor adorándose y amándose sin asco./ El varón, tiranuelo, glotón, cruel y lúbrico/ corriente de cloacas y de la esclava esclavo./ (…)/ del poder el veneno que al déspota emponzoña/ y el pueblo amando el látigo que lo embrutece y postra.

                Su visión de las religiones no podía ser más cáustica y enfrentada a la hipocresía reinante. Y lo más curioso es que su crítica es, si cabe, más furibunda, contra la religión que ya empezaba a dominar en Europa y el mundo occidental: el ateísmo, enmascarado como ciencia unas veces y como supuesta creencia ritual y huera en otras. Mirad lo que dice:

Religiones diversas diferentes en nada/ echando al cielo escalas; la falsa santidad/ como en lecho de plumas un sibarita, echada/ en cilicios y en clavos por voluptuosidad.

En esos versos arremete contra los que se flagelan y aparentan santidad cuando lo que buscan es autocomplacencia hipócrita; pero los que siguen son una carga de fondo contra el “humanismo” que pone al hombre en el lugar de Dios:

La Humanidad parlera ebria de su talento/ tan loca ahora como lo fue en el tiempo antiguo/ gritando a Dios en su furibundo tormento/ “oh semejante mío, mi Señor, te maldigo”.

Hablando de la muerte, dice:

De los fríos andenes del Sena a los del Ganges/ la mortal recua danza y se pasma sin darse/ cuenta de que en el techo la trompeta del Ángel/ trombón siniestro apunta su mueca trónica con tu imbecilidad…”

Y uno puede al leerlos acordarse de esa aleya del Corán que dice: “Y vendrá la embriaguez de la muerte con la verdad. Eso es de lo que huíais”, Sura de Qaf, 19.

                Es también Baudelaire el que, hablando de Allan Poe, al que admira, pero también, de paso, hablando del mundo moderno y de su inanidad, dice lo siguiente:

En semejante hervidero de mediocres, en aquel mundo apasionado por los progresos materiales –escándalo de nuevo cuño, que permite comprender la grandeza de los pueblos holgazanes-, en aquella sociedad anhelosa de pasmo, enamorada de la vida pero particularmente de una vida repleta de excitaciones, ha brotado un hombre grande, no sólo por su sutileza metafísica, ni por la belleza siniestra o semejante de sus ideas, ni por el rigor de sus análisis, sino también como caricatura: y no menos grande en ese orden.

                Un hombre grande que sabía reconocer a otro grande que, como él, era despreciado y marginado por los puritanos. Alguien dijo alguna vez que donde se perdió la pureza ocupa su lugar el puritanismo. Pero incluso los no puritanos los despreciaron (tanto a Poe como a Baudelaire) durante mucho tiempo. Y cuando ya su influencia en tantos otros pensadores y autores era innegable, los clasificaron como raros, decadentes, etc., para quitárselos de en medio y que, en todo caso, figuren sin hacer daño; integrados en la máquina como uno de sus garbanzos negros.

                Ante su desparpajo desenmascarando poses y desnudando el paraíso del progreso de su oropel, no es de extrañar que hasta un jesuita inteligente, como el argentino Castellani, dijera de Baudelaire: Con razón lo condenó a la cárcel un tribunal de santurrones. Eso no se dice. ¡Turbar así el banquete del mundo y hablar así de su respetable carnaval!

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