Apuntes sobre progresismo

En la población del mundo actual hay amplísimos círculos de gentes entre las cuales el llamado pensamiento progresista vinculado a la modernidad ha llegado casi a institucionalizarse como paradigma de pensamiento único, sobre todo entre gentes que se identifican con las denominadas tendencias de izquierda. Y es este el punto en el que alguno de sus representantes, gracias a su pensamiento dialéctico, daría por sentado que haré una defensa de la tendencia opuesta. Pero mucho más allá de eso y de izquierdas y derechas, y de su pretendida oposición, pensando en las últimas llamadas del mismísimo Papa Francisco -plegadas a la más estricta corrección política, y por lo tanto a la nueva ortodoxia postmoderna-, podemos vislumbrar una serie de tópicos que se han instalado como medida de lo que debe ser aceptable para todos como parte de ese universalismo burgués que desde la Revolución francesa y los racionalismos ilustrados, surgidos del ámbito anglo-francés en el siglo XVII, viene proclamando las bases para una liberación supuesta del género humano; perdiendo de vista que esas bases, lejos de ser universales, yacen circunscritas a una visión particular del mundo y a los supuestos en que ésta descansa. De esa manera, su tolerancia se demuestra intolerancia hacia todo lo que está más allá (o más acá) de lo que ellos consideran aceptable, porque no conciben que otros tengamos otras medidas de lo que es querible, lo que es aceptable y lo que es rechazable. No obstante, además de eso, que ya lo sabemos, cabe un análisis respecto a lo que hay detrás de algunas de sus nociones e ideales. La idea de progreso, por ejemplo, que es común a todos ellos (no hay que olvidar que el progresismo proviene del llamado liberalismo, tronco común de izquierdas y derechas), trazuma una noción sui generis de libertad y la confusión del progreso humano con el progreso técnico -que en ese estricto sentido podríamos entender mejor como una progresión (harto discutible en sus efectos y consecuencias) que produce muchos retrocesos en lo que de humano tiene nuestro mundo-. Relacionada con esa noción peculiar de libertad existe un extraño concepto desarrollado posteriormente entre los sectores más radicalizados del ámbito progresista: el patriarcado, una de sus acuñaciones ideológicas, y que define la opresión como la condición de las sociedades dominadas por los hombres donde las mujeres les habrían estado sometidas. Podría pensarse que esa noción está circunscrita, restringida, al pensamiento feminista, pero lo cierto es que desde allí se ha extendido y ha sido asumida por círculos cada vez más amplios de la intelectualidad del autorreferido mundo libre (puesto que la idea de que el mundo moderno es un mundo libre forma parte de sus fantasías y ensoñaciones). A partir de allí, a dicha noción de libertad se le ha ido endosando una serie de condiciones cada vez más espinosas, como la aceptación -que deviene en una demanda de simpatía- de los homosexuales, so pena de ser calificado de homofóbico (y que a partir de allí aboga incluso por el matrimonio igualitario, y hasta por la adopción de infantes por aquellas parejas). Coincidentemente, el desarrollo del concepto del patriarcado estuvo emparentado con en el feminismo más recalcitrante, entre cuyas exponentes no faltaron lesbianas, por lo que puede verse en su caso un conflicto con la imagen del hombre y por lo tanto con la figura paterna, lo mismo que en el de los homosexuales puede haberlo con el de la figura materna o con ambas (aunque en el mundo moderno no faltan motivos para que ello suceda). De hecho, para ciertos grupos anarquistas -interesantes por su pensamiento divergente-, el término correcto para designar al feminismo radical es misandria: ‘odio o aversión hacia los varones’, ya que feminazismo (término acuñado bajo el rechazo provocado por las posturas feministas más extremas) sería un neologismo torpe e inadecuado, pues el feminismo radical intolerante –dicen- no es ni socialista ni nacionalista, sino simplemente estatalista; y, por lo tanto, subvencionable, como el resto de las corrientes socialmente disgregadoras que no se oponen al Estado. Este tipo de corrientes serían involuntariamente estatalistas, pues así como las luchas por la liberación de la mujer presuponen la re-captación de sus horas laborables y la cesión educativa de los infantes al Estado, la demanda variopinta de derechos presupone la existencia de una estructura extracomunitaria que se erige en garante de los mismos, puesto que dichos grupos son incapaces de serlo en virtud de su psicología y postura antipatriarcal. Con ello, estos anarquistas han dado la pauta de un aspecto que es consustancial a todos los progresismos, ya que con ideologías como el antipatriarcado, junto al individualismo y el igualitarismo que le son afines, se han instalado ideas-fuerza inhibidoras de las articulaciones políticas comunitarias no estatales –aquellas en las que se basa la verdadera política como instancia de organización de la polis-. En ese sentido, el denominado patriarcado consistiría en un pseudofenómeno proyectado -producto de una lectura ideologizada de la realidad social- que ha cumplido una función semejante a la que ha jugado para el establishment norteamericano e israelí la demonización del nacionalsocialismo (que indirectamente ha blanqueado sus crímenes e infamias, como Dresdre, Hiroshima-Nagasaki o Gaza). Del mismo modo, el igualitarismo erosiona el reconocimiento de las distinciones sobre las que pueden cimentarse jerarquías, a excepción de las jerarquizaciones económicas, y el individualismo horada el fundamento de las relaciones sociales no virtuales, por lo que el individuo se muestra como la realidad aislada y solitaria, correlato de la masa y los contextos sociales desarticulados e inorgánicos, que de ciudadano ha devenido consumidor.

 

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