América latina, pobreza, violencia y narcotráfico

“Estado llamo yo al lugar donde el lento suicidio de todos se llama ‘la vida’…”.

Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra

Sheij ‘Umar Vadillo define al Estado moderno como el matrimonio entre la banca y el gobierno. Sidi Karim Viudes, que Al-lah lo tenga en su Misericordia, decía que la toma de Granada el año 1492 señala el pistoletazo de salida del capitalismo mundial. Pues aunque las monarquías ibéricas no trajeron directamente a América una sociedad basada en la tenencia de dinero, sí fueron la punta de lanza de la posterior penetración del capitalismo desde el ámbito europeo protestante anglosajón. El escritor recientemente fallecido, Eduardo Galeano, decía: “España tenía la vaca pero otros se tomaban la leche”, y ya en 1519, en el reinado siguiente al de los Reyes Católicos, Carlos V hacía del banquero Jakocb Fugger su mano derecha -aunque bien podríamos decir su mano siniestra- al financiarle éste su elección como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

De manera que el aludido matrimonio entre la banca y el Gobierno tuvo sus antecedentes en los tiempos previos a la colonia, cuyo proceso de “independencia” sería la mascarada de un segundo avance del poder financiero, cuyos últimos pasos estamos viviendo en estos tiempos, en los que hasta hace algunas décadas la población latinoamericana era mayoritariamente rural, por aquel tiempo en que el sueño americano cristalizaba en el norte durante casi medio siglo, al menos en EE UU, mientras las industrias alemanas y japonesas yacían fuera del mercado mundial tras la Segunda Guerra. Cuatro décadas después, a partir de Reagan, dicho sueño comenzaría a devenir en una pesadilla para los propios norteamericanos, que desde los EE UU avanzaba por Latinoamérica en un terreno allanado previamente por los golpes de Estado, y que veinte años más tarde se expandiría también por Europa a partir de la crisis subprime.

Entre los períodos de la colonia y los tiempos actuales, la gente de América Latina había sido sacada de sus paisajes y formas de vida hacia modos que implicaron un profundo desarraigo y un entorno totalmente reconfigurado y en incesante remodelación. Ernest Jünger lo llamaba “paisaje de talleres” y Peter Sloterdijk, el “mundo interior del capital”, que por carecer de interioridad devora hacia un espacio físico interior todo el entorno circundante. Proceso en que los seres vivos sobreviven en la medida en que pueden ser parte de su dinámica y funcionalidad, y que integran a los humanos desintegrando sus sociedades, asimilándola a humaneros de igual modo en que los animales son encerrados en zoológicos.

En dicho contexto, la pobreza y la exclusión han sido denominadores comunes de extensas mayorías en este continente, y sobra decir que la pobreza urbana es muchísimo más descorazonadora que la pobreza rural, pues en este último espacio siempre se pueden obtener medios que en la jungla de cemento están sencillamente negados.

De esa manera, incluso movimientos sociales que se originaron en las antepenúltimas décadas del pasado siglo en el deseo de transformar dicha realidad han acabado agudizándola al provocar éxodos masivos del campo a la ciudad de las personas que aún no habían sido empujadas a ello por la extensión de los latifundios y la maquinización de la producción agrícola. A lo que hay que sumar el grave cinismo que ha aliado a algunas guerrillas con el narcotráfico, en un movimiento convergente con los propios Estados. Esta práctica, que se ha hecho común a lo largo y ancho del planeta, pone en cargos gubernamentales a ex-directivos de empresas que se supone que tendrían que ser fiscalizadas por éstos, por lo que el narcotráfico no es la excepción. Es lo que sucede con Los Zetas en México, cuyo nombre proviene del código que usa la policía mexicana para comunicarse a través de radiotransmisores, pues muchos de sus integrantes provienen de cuerpos de élite que habían sido preparados para luchar contra los narcos a cuyo bando no obstante se pasaron. Lo mismo sucede en Colombia, donde se han hecho tristemente famosos por su consumada práctica de separar la cabeza del tórax de quienes el cartel decide castigar. O en Río de Janeiro y Sau Palo, donde niños portan armamento de guerra a la entrada de las favelas, por lo que el salvoconducto para entrar o salir de ellas depende del capricho de muchachos imberbes.

Todo ello apunta a una situación por la que América Latina es lamentablemente conocida y por la que necesita encarecidamente una esperanza, necesita regenerarse.

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