Adictos a la tecnología

Adictos a la tecnologíaRevisando una serie de datos sobre dependencia tecnológica he encontrado algunos chistes que yo calificaría de humor negro porque abordan un problema de dimensiones épicas quitándole hierro, quizás porque aun no somos conscientes de la enfermedad que padecemos.

“Dice un hombre abrazado a su portátil: Amo mi ordenador, porque mis amigos viven en él.”

“¿Cómo te sientes cuando pierdes tu móvil? A) Aterrorizado B) Desesperado C) Enfermo E) Aliviado y Feliz.”

“Un niño sentado frente al ordenador le dice a su asombrada madre:  ¡Estoy jugando fuera!…¡Mira los gráficos!.”

“En una oficina un empleado comenta a otro mientras observan a un tercero haciendo cálculos con un ábaco: Mantenemos a Frank cerca; porque si hay un fallo eléctrico él es el único que aún puede hacer algo.”

El último que menciono (hay miles de ellos sobre dependencia tecnológica) es quizás significativo por aquello de que todo cambia y todo permanece igual desde un principio: “Dos cavernícolas dentro de una cueva observan a un tercero mientras hace malabares con antorchas de fuego. Uno de los espectadores le dice al otro: …Antes de tener fuego hablábamos más entre nosotros.”

Quizás esta última reflexión nos previene contra el punto de mira apocalíptico al enfrentarnos al fenómeno tecnológico. Siempre tenemos elección. De hecho elegimos todos los días. Pero eso no significa que muchas veces hacemos cosas inconscientemente y esa puede ser nuestra perdición, ya que nuestros impulsos, dejados llevar por las emociones más simples, pueden ser nuestra perdición. Aquello que a menudo nos hace grandes, inigualables y geniales, puede acabar con nosotros. Tremenda paradoja humana, pero de esos mimbres estamos hechos y conviene recordarlo.

Vivimos un momento de adicción tecnológica ilimitada. Se nos hace creer que el progreso tecnológico es imprescindible para nuestra existencia y que quedarse descolgado de él es acabar en las catacumbas de la Edad Media.

 ¡Menos lobos, Caperucita!

La madrugada de hoy, para no molestar a la persona que tenía a mi lado, he encendido una vela y he estado trabajando bajo el mágico baile de su insinuante luz. La experiencia me ha inspirado, ha sido útil al propósito original de no despertar a nadie, sigo vivo y no he infringido ninguna ley.

Cuando me ofrecieron tener Internet en el móvil de última generación tropecientos megas supersonic, que me lo regalaban por mis veintitantos años apoquinando facturas desde que salió el primer Motorala de 5 kilos, le dije a la dependienta que sólo quería un móvil de teclado amplio y simple como para el uso de un niño de cinco años: colgar, descolgar y encender/apagar. Tres teclas, vamos. Y que el Internet ya lo tenía 8 horas al día en el trabajo y que no quería llevarme el trabajo al baño, al restaurante, al cine, al autobús y a mi cama. Me costo Dios y ayuda para lograr que meses después me quitaran Internet del móvil y me dejaran usar uno que deben tener guardado para ancianos de 80 años que son analfabetos tecnológicos.

Soy feliz no usando el móvil más que lo imprescindible. Un móvil antiguo, sin Whatsapp, sin Facebook, sin GPS, sin videojuegos, con la Marcha Real de cornetas y clarines para recibir llamadas -que provoca admiración y piropos a mi paso y además es inconfundible- con el que no hago nunca un puñetero selfi y cuyas únicas fotos y vídeos que guarda son de mis hijos jugando en el parque para acordarme de ellos cuando viajo. Y eso, porque no hubo forma de encontrar un teléfono sin cámara.

No soy cavernícola ni apocalíptico por ello. Yo fui uno de los primeros usuarios de móvil cuando la gente se quedaba mirando si sonaba en un lugar público. También uno de los primeros privilegiados en dejar el tipógrafo y maquetar su periódico con un Macintosh de 128K y en usar el primer PowerBook del mercado, aquel que costaba cinco meses de sueldo. Pero quizás por eso también he sido de los primeros en cansarme de tanto cacharro y tanta leche innovadora de última generación, porque veo que en vez de facilitarnos el trabajo y las relaciones interpersonales la mayor parte de las veces nos lo complican y arruinan todo.

Así que en acto de reivindicación profesional ya ni siquiera grabo las entrevistas con una simple grabadora digital, ni mucho menos con la oportuna aplicación del teléfono. Tomo notas en un papel, ¡como oyen!

Y estoy volviendo a escribir con mis manos tras casi 20 años sin hacerlo, yo creo que desde que tomaba apuntes en la carrera -lo hacía con una estilográfica Parker de oro-. Así que me voy a comprar unos cuadernos Rubio de caligrafía -que haberlos haylos aún, oigan- porque he descubierto que ya no entiendo ni mi propia letra. No saben, además, lo bueno que es eso para no perder la memoria a los cincuenta, en vez de a los ochenta. Estoy recuperando la vista –cansada-, estoy ejercitando las neuronas, vuelvo a tener que corregir las faltas de ortografía tachando y a ordenar yo solito mis ideas, sin ayuda de una CPU. Y lo mejor: nunca pierdo nada de información por un apagón o un virus y ningún pirata accede a mis notas porque sólo yo se dónde las guardo y qué códigos uso para descifrarlas. Encripto todo en mi cerebro. Genial. Eso por no mencionar que respeto mis horas de sueño y no me preocupa mucho si tengo o no la batería cargada, de eso se encarga mi organismo como lo ha venido haciendo desde los orígenes de la vida en el universo.

Mis amigos no están en Internet sino en mi vida. Quedo con ellos, comparto con ellos vivencias, recuerdos, trabajo, negocios, deporte, comidas… Hasta rezo con ellos -algo tan poco habitual hoy en día como pescar un rodaballo en la orilla de La Concha-.

Los pilotos automáticos no hacen volar un avión. Para ser un piloto son necesarias miles de horas de estudio y de prácticas, superar duras pruebas de acceso y muchos sacrificios. Si tenemos claro que es la tripulación la que lleva el avión y no el piloto automático; si tenemos claro que podemos apagar un ordenador averiado pero no prescindir del capitán de un buque; que un GPS puede ayudarnos a localizar un punto en el mapa, pero que quizás llegamos antes y con mayor seguridad preguntando a los vecinos; o que el gorrilla que se gana 50 céntimos indicándonos un sitio para aparcar no debe competir con el localizador de aparcamiento automático incorporado en el ordenador del coche… Si somos conscientes de esto, entonces colocaremos a la tecnología en el sitio que le corresponde.

Nunca el caballo debe acabar montando al jinete.


Fuente: latribunadelpaisvasco.com

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