Vacunas y creencias

Las vacunas, como el automóvil o el internet, por poner solo dos ejemplos muy universales, son componentes de la teoría del progreso. El progreso se ha convertido en un credo, en un sistema de creencias de la sociedad atea materialista.

Las vacunas, como los automóviles y como el internet, son productos resultantes de un complejo entramado industrial que requiere de financiación bancaria de magnitudes astronómicas, que presupone una multitud de procesos y tecnologías auxiliares previas y precisa de recursos naturales, explotados con efectos a menudo muy perniciosos, no solo para el medio ambiente sino también, directamente, para el propio bienestar del ser humano.

Si bien es cierto que las vacunas, como los automóviles y como el uso del internet pueden desempeñar una función útil en momentos y aspectos de la vida cotidiana, es su entronización como realidades indispensables y como pilares necesarios de la existencia lo que debe ser rechazado como una forma de idolatría y una falsa creencia.

La fabricación, comercialización y promoción a gran escala de las vacunas son proyectos de enormes corporaciones, con descomunales intereses económicos. Decir, como lo están haciendo ahora los voceros de las farmacéuticas en los medios de comunicación, que la vida no podrá volver a la normalidad después del experimento totalitario del llamado CORONA virus hasta que toda la población mundial se vacune, es una estrategia diseñada para vender cientos, posiblemente miles de millones de sus productos, vacunas, cuyos efectos aun no habrán sido verificados. Inyectar a miles de millones de personas con algún producto de su fabricación es el sueño de los accionistas y de los propietarios de las industrias farmacéuticas. Que cada familia tenga dos o tres, o incluso más vehículos, es el sueño de todas las grandes marcas de la industria de la automoción. Que el internet llegue a cada rincón remoto del planeta, a pueblos y aldeas, a las selvas, los desiertos y las montañas, es el sueño de los accionistas de las industrias de la telefonía móvil, las computadoras y de los titanes de la información y la comunicación digital.

Cada uno de esos sectores ejerce una presión depredadora sobre los ecosistemas de los que se abastece para extraer materias primas y contamina el aire, la tierra y el agua con su actividad. Los efectos dañinos al medio ambiente ya están de sobra patentes, la gente es bien consciente de ellos y existen movimientos cívicos vigorosos para exigir responsabilidad a esos gigantes industriales.

Lo que no se entiende tan frecuentemente es que esas industrias solo pueden alcanzar esas gigantescas magnitudes porque se basan en el acceso a una financiación astronómica, lo cual a su vez se apoya en un sistema económico antinatural, depredador, de cifras que solo son posibles con fórmulas matemáticas de incremento exponencial de los beneficios y con la fabricación de dinero de la nada por los bancos centrales y los bancos comerciales.

Lo que no se reconoce tan habitualmente como el desequilibrio ecológico es el desequilibrio contra natura de un sistema basado en la deuda y en el privilegio de los fabricantes del dinero de endeudar a los estados, a las empresas y a la gente corriente, con la práctica del interés y la emisión de dinero fiduciario sin respaldo tangible de riqueza real.

Pero yo me quiero referir aquí a una dimensión aun más profunda. Quiero subrayar el carácter de doctrina, o de religión, que alcanza la dependencia y la creencia en la necesidad de esos productos industriales. Su carácter pseudo-religioso se pone de manifiesto en la condena, la descalificación e incluso la persecución a la que son sometidos los que la critican o la niegan.

Los fundamentos de la salud son simples y naturales, accesibles a todos y no están sujetos a ningún producto farmacológico. Esto es sabido desde que existe la ciencia de la medicina, desde épocas históricas muy antiguas. Hipócrates, Galeno de Pérgamo, los sabios de las culturas china, india, mesopotámica, egipcia y todas las civilizaciones del pasado han entendido que el equilibrio en la forma de vida, la moderación y calidad de la alimentación, la higiene, la pureza del agua y del aire y el uso de los remedios que ofrece la naturaleza, son las herramientas y medios para el mantenimiento de la salud y para la curación de la enfermedad.

Las industrias farmacéuticas en su origen se han servido también de extractos de plantas o de preparados minerales con propiedades curativas, antes de haber desarrollado complejos fármacos de síntesis.

Pero esencialmente, los recursos para una vida saludable no dependen en absoluto de ningún producto manufacturado por una mega-corporación multinacional, empaquetado con un prospecto y vendido en una farmacia.

Es un sueño megalómano hecho realidad que millones de personas aterrorizadas lleguen a pensar que no van poder volver a tener trabajo, salir a la calle, sus hijos ir a la escuela, incluso respirar libremente sin la imposición de un bozal, hasta que no se dejen inyectar en sus cuerpos uno de esos productos desarrollados por una corporación farmacéutica. Más que un sueño es una pesadilla, porque no es real y porque es espantosa.

Todos experimentamos la inmensa sensación de libertad y de alegría cuando recorremos un paraje natural, o paseamos por un bosque, o incluso por un parque, o cuando ascendemos por senderos de una montaña, o a la orilla del mar, respirando aire limpio y percibiendo los aromas y los sonidos de un entorno natural. Todos sabemos que esos momentos nos aportan bienestar e intuitivamente apreciamos que son benéficos para nuestra salud.  Es una perversión y una falsedad llegar a creer que esperar en las colas de los dispensarios clínicos de un hospital para ver a un facultativo y salir de allí con un volante a comprar un medicamento en una farmacia sean los medios de preservar la salud.  Son expresiones de una dependencia innecesaria de un complejo entramado económico e industrial de carácter voraz e inmoral.

Millones de personas siguen realizando el Camino de Santiago a pie, hacen excursiones en bicicleta, recorren distancias a caballo, o se desplazan aun por medios tradicionales como trineos, barcos de vela o de remos, o simplemente caminan a sus campos y a sus quehaceres cotidianos. Todos esos millones de personas no solamente demuestran que no es en absoluto imprescindible poseer un automóvil, sino que tienen niveles de salud física y mental superiores a los ciudadanos de las grandes urbes, que no pueden prescindir de los vehículos. Pero lo más importante es que no está adictos al sistema pseudo-religioso de la doctrina del progreso.

A todos nos beneficia dejar nuestros teléfonos celulares apagados un fin de semana o varias semanas. Hemos vívido perfectamente sin ellos hasta hace 15 o 20 años. Las generaciones jóvenes llegan a pensar que es imposible vivir sin ellos. Es una monstruosidad que los seres humanos lleguemos a depender de tales artilugios y es indudablemente una merma de nuestras facultades innatas de creatividad, empatía, curiosidad y memoria.

A todos nos resulta refrescante pasar unos días en un lugar natural, un campamento, un refugio, un pueblo donde no hay cobertura de internet. De hecho, hay personas que lo hacen como práctica regular de desintoxicación física y mental.

Es la dependencia del acceso al internet para comunicarse, para acceder a la información o para trabajar lo que es pernicioso, nos debilita y nos esclaviza.

La doctrina del progreso es el substituto de la religión que la sociedad atea humanista ha creado. Sus fundamentos filosóficos son falsos, pues nada en la naturaleza se puede expandir exponencialmente hasta el infinito. Sus dogmas son todos formulaciones racionales para reemplazar y ocultar la inclinación espontanea, y natural en el ser humano, de reconocer, agradecer y sentirse sobrecogido por el poder y la sabiduría divinas que nos han emplazado en este asombroso universo y nos ha traído a la existencia.

La religión humanista y atea del progreso convierte al ser humano en una criatura dependiente de las estructuras artificiales y al mismo tiempo explotada y castrada. No libera ni da dignidad, sino que reduce a los humanos a números estadísticos, piezas elementales del sistema económico, unidades de consumo y producción.

El acceso a un espacio vital natural aun sigue abierto. El retorno a un modo de vida equilibrado aun es posible. La restauración de una forma de entender la vida y la muerte, la comunidad y la sociedad, la educación, la actividad comercial y productiva que sea equilibrada, justa y honorable aun está a nuestro alcance.

No debemos permitir que nos impongan ninguna “nueva normalidad,” ni siquiera se trata de volver a la normalidad, sino de romper las normas para desvelar la verdad.

No es cuestión de vivir irritado, quejándose y protestando, sino de desenmascarar las mentiras que aprisionan nuestras mentes, antes de que esas mismas mentiras lleguen a dominar nuestro tiempo, nuestro espacio y nuestra existencia entera.

Se trata de romper los falsos ídolos para permitir que la verdad se manifieste sin velos. Y ciertamente las vacunas como la salvación, el santo Grial de la salud, el nuevo Espíritu Santo y el mágico elixir de la felicidad, son una falacia, y una creencia falsa.

Como hizo nuestro guía antiguo y padre de los profetas, Ibrahim, romper los ídolos, enfrentarse al sacerdocio de los magos y exponer sus falsas creencias, salir indemne de la hoguera de su persecución y de su condena, esos son los referentes del camino.

Nuestro camino de retorno a la creencia natural, innata y espontánea de inclinación hacia el reconocimiento y la sumisión al poder divino. Ese camino se define por una actitud de agradecimiento, de contentamiento y de plenitud que son el verdadero carácter de nuestra naturaleza humana.

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