El escritor argentino J.L. Borges decía que se acordaba de muy pocos de los escritores famosos que había conocido, pero recordaba muy bien a Drieu La Rochelle. Era, decía, uno de los hombres más inteligentes con los que había hablado.
El primer libro de Drieu, titulado Estado civil, un libro que trata en gran parte de su infancia, nos hace oír ya una voz genial en sus defectos y en sus virtudes. La voz de alguien que, para encontrar algo que sea cierto en la vida, abandona la seguridad de los lugares comunes y de las costumbres conocidas del pensar.
Así, en Estado civil, se adentra en el peligro de perderse o de mancharse las manos para llegar al centro de su yo de niño: “Yo soy el astro solitario que ilumina el mundo”. Algo cierto que no dejaría de serlo durante el resto de su vida.
En aquel astro fluía la sangre, escribe Drieu, un jeroglífico que se dibujaba bajo la piel por todas partes. Una palabra mágica podía resolverlo pero ¿cuál? Divinamente misterioso, su flujo transportaba gestos, rasgos faciales, miembros corporales, el timbre de una voz, todo lo que hacía al niño parecido a su madre, parecido a su padre. Sin embargo, mil inflexiones le habían sustraído a él desde niño de la dominación del hombre que para él había sido el representante de los hombres, e igual ocurría con su madre.
El río inmenso de la sangre, dice, anónimo como los siglos, procedente de los orígenes del mundo, había reflejado en sus aguas riberas de las que se había perdido el recuerdo en nuestro planeta, pero que le eran de niño familiares.
Su patria le había llegado a través de la sangre como un Destino. Los hombres y las mujeres de su patria, a quienes quería no porque se lo merecieran sino porque vivía en medio de ellos, como habría querido a otros si hubiera vivido con ellos.
No había nada tan fuerte como lo que unía a un grupo de hombres y mujeres en medio del mundo, en medio de la humanidad. Siempre, cuando se abandonaba una patria era para ingresar en otra. Y cuando se abandonaban todas las patrias a favor de un partido que quería al mismo tiempo abrazarlas y negarlas, no podía abandonarse lo que era la complacencia esencial del patriotismo: “estar con unos hombres y mujeres determinados”.
Pero cuando se estaba con un grupo de hombres determinado se estaba siempre contra otro grupo. Cuando un hombre se dejaba llevar por un movimiento de amistad hacia otro hombre, ocurrían dos cosas: bien se comprometía el hombre hasta el supremo gesto, el único concluyente y patente, el gesto de matar o hacerse matar, o bien aquel hombre se detenía a medio camino, se reducía a una reticencia mental, y después quedaba apartado en la nada.
Ya que la muerte violenta era el fundamento de la civilización, del contrato social o de cualquier clase de pacto. Era la única certeza. La única certeza que podían tener los hombres era saber que estaban dispuestos a morir por aquello que habían emprendido juntos: gloria, lucro, amor, desesperación; dispuestos a morir los unos por los otros.
Los primeros compañeros, los primeros hombres de la patria que le había concedido el Destino, escribía Drieu en su libro, eran Napoleón y sus soldados. Los había encontrado en dos libros. Con ellos, salía por primera vez de sí mismo. Estaban llenos de imágenes de colores y de historias que representaban las vidas de los soldados del Imperio y que le hacían entrar en el reino de la libertad sobrehumana.
Napoleón, caballero solitario, penetraba en el seno de los ejércitos enemigos, se apoderaba de las ciudades, galopaba a través de Europa. Vencedor de pruebas viriles: del calor, del frío, del agua, del fuego, obligaba a los hombres y seducía a las mujeres. Regresaba a casa, condecorado de heridas, venerado.
La aventura de los hombres de Napoleón era una aventura de amor. Aquellos hombres conocían un amor total. Habían amado con pasión loca y deliciosa a un hombre con un amor que había colmado el mundo, de modo que el nombre de Napoleón había llegado a las estrellas, hasta llegar siglos más tarde a sus oídos de niño, decía.
Drieu, siempre que podía, se precipitaba sobre los dos libros que hablaban de Napoleón. Contemplaba su imagen coloreada en los libros, invulnerable sobre el puente de Arcole, enarbolando una bandera desgarrada como la carne de los hombres que le rodeaban, y aprendía de niño aquel desprecio, aquella monstruosa ignorancia del peligro que tenía el gran hombre.
Napoleón galopaba a lomos de un caballo puro, desencadenaba las tormentas de sus coraceros. Los regimientos pasaban ante él y le daban las gracias en un delirio de aclamaciones porque les dejaba morir por él. Como un brindis sublime, les mostraba su pequeño sombrero mágico, y por encima de sus rangos efímeros, su mirada de general entreveía los confines del mundo y de su Destino. La desgracia de un complot tramado por la nieve, los cosacos y la perfidia inglesa le volvía más amable todavía.
Napoleón era para Drieu de niño, tan bueno, tan fuerte, que era una dulzura confiarse a su poder completo. Napoleón, decía, le había provocado desde la infancia a la grandeza.
[1] Basado en: Pierre Drieu La Rochelle, État civil, Gallimard, 2012, pp. 2-20.