Salud, medicina y farmacéutica

“Que el alimento sea tu medicina, y que la medicina sea tu alimento”

Hipócrates


Desde cualquier punto de vista, la medicina como ars medicina (del latín), como el arte de curar, habría de velar por la salud de las personas, fundamentándose en un buen diagnóstico, tratamiento y prevención de las enfermedades. Sin embargo esta función adquiere diferentes significados, dependiendo del modo en que sean definidas salud y enfermedad.

Bajo la definición de la relación entre salud y enfermedad como la conservación y alteración de la homeostasis (equilibrio interno de los organismos) y una etiología (causa u origen de las enfermedades) atribuida primariamente a microorganismos patógenos o bien a una controvertible base genética hereditaria, la medicina moderna ha tomado un carácter paliativo antes que curativo, volcándose a mitigar cuadros sintomatológicos antes que a procurar la salud a partir de cambios de hábitos en las personas que apunten a disipar los trastornos subyacentes a los síntomas manifestados, rotulados y tratados en cambio como si se tratase de enfermedades en sí.

Tenemos entonces, que esta medicina, en lugar de curar, está abocada a la supresión de síntomas, eliminando con ello sólo el modo en que se expresa una disfunción, que de esta manera no desaparece, sino que antes se prolonga, tendiendo a manifestarse a través de otros síntomas, que al ser combatidos esta vez como otras enfermedades en lugar de reconocer los trastornos que han motivado cuadros diversos, tiende a hacer crónicos los desajustes, a lo que se suma la toxicidad de los pretendidos ‘remedios’ suministrados por la farmacéutica –cuyo uso continuado daña severamente el hígado, el riñón o ambos-, para percatarse de lo cual basta con sentarse a leer los prospectos de los medicamentos recetados con mayor frecuencia a la gente -y su larga lista de ‘posibles’ efectos adversos–, en relación con dolencias ya rotuladas como ‘males endémicos de la sociedad moderna’, como los problemas de la presión sanguínea y la diabetes.

De este modo la medicina moderna, como parte y modalidad del proceso tecno-científico, más que a curar a las personas, apunta a una asesoría, tratamiento y regulación masiva del proceso técnico, y por lo tanto a una práctica funcionalista en la que las personas son tratadas como poleas o engranajes de una gran maquinaria que no ha de detenerse, por lo que éstas han de ser tratadas en sus ‘averías’ del modo más rápido y ‘efectivo’ posible, ante lo cual la farmacéutica se erige como una instancia administradora de venenos en dosis que esconden temporal y parcialmente las manifestaciones de trastornos mediatos, hasta que las piezas –las personas- puedan ser dadas de baja, mientras se mantiene ‘saludable’ el cuadro total del proceso productivo, que no el cuerpo social, que además yace desintegrado y re-articulado en función del anterior.

Todo esto por supuesto conlleva un enfoque y una práctica mecanicista contra los que quizá puedan luchar a título voluntario, y haciendo honor al juramento hipocrático, unos cuantos profesionales, que con ello manifiestan además de una vocación verdadera, un gran amor y respeto por su labor y por la gente a la que ésta se dirige, nadando contra corriente, pues sabemos que todo tiende favorablemente, en un sentido inverso, a la administración incuestionada -salvo minorías informadas-, de estos fármacos que deterioran progresiva e irremisiblemente la salud de las personas en lugar de restituirla. En ello incide por supuesto la institución de la farmacéutica como un conjunto de grandes consorcios que invierten no sólo en hospitales, sino también en universidades, congresos médicos, etc.

Con lo ya dicho, tenemos un fallo rotundo en dos aspectos constitutivos esenciales de la medicina: el buen diagnóstico y el tratamiento, pero además podemos constatar severas deficiencias en la prevención; pues, además de que muchos hábitos de nuestra vida moderna son de por sí nocivos para la salud (como la sobrecarga excesiva de trabajo requerida incluso para obtener las cosas más esenciales -y el estrés que esto conlleva-), existe una desatención por parte de la medicina establecida de los necesarios procesos de desintoxicación de los abundantes residuos que deja en nuestro organismo el  consumo frecuente de productos alimentarios del complejo agro-industrial, entre los que encontramos desde restos químicos de los herbicidas y pesticidas usados en cultivos de frutas y verduras, hasta preservantes, colorantes, aromatizantes, estabilizantes y otros, abundantemente contenidos en toda clase de alimentos procesados.

Otra consecuencia no menor de la industria alimentaria es la abundancia de azúcares y harinas refinadas, cuyo consumo desmineraliza al organismo, pues al habérseles quitado a éstos sus componentes minerales, los toman del organismo para su asimilación, de modo que el calcio, magnesio y potasio, acumulados en huesos y otras partes del cuerpo, son extraídos de él para neutralizar la acidez de la sangre producida por dichos productos, que además por su pobreza nutritiva -reducida a hidratos de carbono (azúcares) tras su refinamiento-, su consumo frecuente se encuentra relacionado con la diabetes, al forzar constantemente al organismo a incrementar la secreción de insulina para neutralizar las rápidas subidas del  nivel de azúcar que éstos generan.

En este escenario, la medicina convencional, debida al paradigma tecno-científico al que continúa aferrada, tan ocupada como está en programas de vacunación (también cuestionados desde diversos círculos de prácticas médicas alternativas), tratamientos con inhaladores de trastornos respiratorios, y el combate de los microorganismos que cree la causa única de muchas enfermedades; por otra parte descuida a nivel masivo el tratamiento preventivo de cosas tan elementales y obvias como las infecciones parasitarias -muchísimo más abundantes de lo que se admite-, fuente, según algunos estudios, de descompensaciones bacterianas, virales o fúngicas -estas últimas incluso exacerbadas por la tendencia al uso frecuente de antibióticos-, y de potenciales daños o alteraciones –incluso psíquicas- producidos a la larga por las diversas  toxinas generadas por éstos parásitos para procurarse un medio que neutralice los ácidos gástricos, evitando así ser digeridos para sobrevivir de ese modo en el tracto intestinal en mutuas asociaciones con bacterias y virus, dando paso con ello a ciclos continuos de reproducción en los que, en estado larvario circulan por la sangre, hígado y pulmones, causando diversos malestares y trastornos, tratados -otra vez- en sus puros aspectos sintomáticos.

Por último, respecto a lo que en un momento se llamó ‘la plaga del siglo XX’ (y aunque se han llamado de ese modo a otras tantas dolencias, incluso a alguna ficticia –y no vamos a entrar ahora en esto, porque entonces no acabaríamos) Otto Heinrich Warburg (premio Nobel de Medicina en 1931 por sus aportes a la comprensión de los procesos de oxidación en las células, y, por tanto, del metabolismo en ellas y en el organismo), afirmaba en 1926 en su obra Stoffwechsel der Tumoren (El metabolismo de los tumores), que el cáncer es consecuencia de lo que denominó una alimentación y un estilo de vida antifisiológicos (sedentarismo y una dieta basada en alimentos acidificantes), ya que según él al expulsar la acidez el oxígeno de las células, un entorno ácido y sin oxígeno sería un entorno propicio para las células cancerosas que pueden sobrevivir en un entorno libre de oxígeno gracias a la glucosa, por lo que el cáncer no sería más que un mecanismo de defensa de ciertas células del organismo para continuar con vida en un entorno ácido y carente de oxígeno. Sin embargo, muchas otras enfermedades se derivan de una acidificación de los tejidos (que de por sí mengua el sistema inmunológico y favorece la proliferación de microorganismos). Por ejemplo, la presión alta puede deberse a un esfuerzo persistente del organismo por compensar, bombeando más sangre, una oxigenación deficiente del cerebro.

A todo lo anterior, podríamos añadir unas frases breves respecto a la toxicidad de la carne porcina (algo que, como musulmanes, damos por descontado), ya que se trata, de acuerdo a estudios, no sólo de la carne más tóxica, la más ácida, la que se estropea más rápido y con peor olor, sino que además contiene toxinas que, a diferencia de otras carnes –ovina, bovina, aves, etc-, no se eliminan por las heces, la orina, las mucosidades ni el sudor, sino que únicamente a través de inflamaciones, en las que -contrariamente al paradigma de los alópatas-, bacterias y virus colaboran en el proceso de desintoxicación, que de ser inhibido, empuja a al organismo a mantener condiciones que favorecen el desarrollo de enfermedades crónicas e incurables.

Para terminar, quisiera decir que aunque no soy especialista, ni tengo una formación científica que me permita dominar con profundidad las cuestiones expuestas, ha sido inevitable para mí interesarme en estas materias, debido a la forma en que nos afectan a todos; a nuestros hijos, familiares y amigos. Por otra parte, cada vez que aprendemos algo más del funcionamiento orgánico -valga la redundancia- de los organismos vivos, crece nuestro asombro y maravilla ante Su creación, al mismo tiempo que el estupor ante lo primario que es el mecanicismo tecno-científico. Por otra parte, sabemos que ante todo está Al-lah, y que Él, enaltecido Sea, Actúa por encima de causas y efectos, pues verdaderamente Tiene poder sobre todas las cosas. Y de esta supremacía se deriva incluso un modo en que el kafir es velado y el mu’min confirmado, pues, por ejemplo, respecto a una persona que sobrevive a un cáncer y a un invasivo tratamiento con quimioterapia, el kafir confirmará la validez y efectividad de la alopatía, mientras que un mu’min puede ver Su misericordia actuando por encima de lo desastroso. Con ello podemos ratificar cierta condición tautológica de las verdades en la observación del plano fenoménico, mientras que la Verdad permanece siempre más allá de éste, y Allah es Quien Sabe.

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