Hay unas aleyas del Noble Corán que previenen contra los poetas:
“Descienden sobre todo embustero malvado
que presta oído. La mayoría de ellos son unos mentirosos.
Así como los poetas a los que siguen los descarriados.
¿Es que no ven cómo divagan en todos los sentidos?
¿Y que dicen lo que no hacen?”.
(Sura de los Poetas: 222-226)
Pero cualquiera que tenga un mínimo de discernimiento y suficiente información para entenderlas sabe que se refieren a los poetas que se burlaban del Profeta (s.a.w.s.) y es extensible, en todo caso, a los que las propias aleyas especifican: los que divagan y dicen lo que no hacen. No es aplicable, sin embargo, a todos los poetas en general, pues tendríamos que desoír a maestros de la talla de Rûmi, Ibn Al ´Arabi, Kabir y tantos otros, y mucho menos a la propia poesía, pues el mismo Corán tiene pasajes de una belleza poética que hace que lo admiren incluso los no creyentes con sensibilidad para el campo de la palabra, aunque no vean en este Noble Libro la Palabra Revelada.
Incluso les sería aplicable a ciertos poetas la cuarta aleya del Sura de los Hipócritas, que dice: “Cuando los ves, te gusta su aspecto, y si hablan, sus palabras captan tu atención. Son como maderos que no sostienen nada. Creen que cualquier grito va dirigido contra ellos”.
Ciertamente, la poesía dispone de artificios para engañar, manipular y hasta pervertir. Pero es una herramienta que Allah nos da, y con una herramienta se puede destruir o construir. La propia aleya es hermosamente poética cuando usa esa imagen de “maderos que no sostienen nada”. Y es una herramienta tan poderosa y bella que fue la que en los albores de la humanidad nos permitió enfrentarnos al problema del ser. La que nos permitió vivir y entender (hasta donde nos es posible) por qué y para qué vivir y la que nos dio fuerzas para el camino. Antes incluso que la filosofía y, con toda probabilidad, de un modo más completo que ella. Porque, al fin y al cabo, con la filosofía nos enfrentamos a nuestra existencia con el arma fabulosa de la razón, capaz de responder a muchas y complicadas preguntas. Pero que ante el misterio de la Inmensidad, de la muerte, del Destino y de tantas y tantas preguntas, apenas si puede balbucear llena de sobrecogimiento y, si no se es un dogmático soberbio y ciego, acabar diciendo un doloroso e impotente: no lo sé.
La poesía, sin embargo, no se arredra ante lo inexplicable. Se sobrecoge, cómo no, se emociona, y no desdeña del todo la razón, puesto que su herramienta básica es la palabra que, después de todo, tiene naturaleza racional. Pero estruja a ésta y la explora hasta el límite de lo humano y, aunque tampoco pueda desentrañar del todo la niebla del misterio, al menos se aventura en ella en lugar de decir: eso es nada; no existe.
Por eso Juan Bautista Vico, en su Scienza Nuova, nos dice esto:
La sabiduría poética, que fue la primera sabiduría de la gentilidad, debió de comenzar por una metafísica no razonada y abstracta, cual es la de los hoy adoctrinados, sino sentida e imaginada (…) Tal poesía comenzó divina en ellos, porque al mismo tiempo que imaginaban las causas de las cosas, las sentían y admiraban sin ser dioses.
Es también por eso que los poemas que nos han llegado de los tiempos más antiguos (el Gilgamesh sumerio, La Ilíada y La Odisea griegos…) siguen estremeciéndonos y enfrentándonos con los problemas claves de nuestra existencia, siempre sin resolver del todo, mientras que los avances puramente técnicos (racionales de cabo a rabo) envejecen tan rápido y unas teorías vienen a sustituir a otras dejándolas antiguas y caducas.
De esa misma forma, cabezas de la talla del genio alemán, como Heidegger, nos advierten de este “tiempo de penuria” que ha endiosado a la técnica convirtiendo al ser humano en su adorador y esclavo y ha renunciado, hasta en sus ámbitos más sagrados (en los que incluye también la poesía), al misterio y al sobrecogimiento ante la grandeza divina: “¿Cómo podría nunca un lugar ser adecuado al dios si previamente no ha empezado a brillar un esplendor de divinidad en todo lo que existe?” (Heidegger, Caminos del bosque).
Esmérense, entonces, los poetas en su labor y gocemos y aprovechémonos todos de esos dones que Allah les ha dado. Pero cuídense también los poetas. Su labor no es terreno para vanidades, mentiras y supercherías. Y no es Allah, por cierto, benevolente con quienes utilizan la palabra para el engaño y la manipulación.