Ramadán es un mes tan inspirador que no me sorprendería que en la presente edición se publique más de un artículo bajo el mismo tema. En cambio, no deja de sorprenderme el gran contraste existente entre la percepción del ayuno por parte de los musulmanes y por parte de quienes tienen alguna noticia indirecta de él, pues cuando los no musulmanes oyen de éste, suelen representárselo como un suplicio o una suerte de penitencia llevadera tan sólo por la ‘fe‘ (damos testimonio de que tampoco saben de qué pueda tratarse ésta, en su sentido de certeza –imán– para nosotros, salvo contadísimas excepciones). Incluso la gente más culta y abierta a otras prácticas −que en todo caso entienden como asuntos culturales o de preferencias personales−, suele ver el ayuno como un esfuerzo en pos de purificar el organismo y obtener beneficios para la salud, y aunque eso también forma parte del ayuno, lo más apreciable de éste son los cambios de estado, los cambios de conciencia que sutil e inevitablemente produce, la posibilidad de encontrarse con las cosas de cada día, las situaciones y las personas, desde un ángulo perceptivo de suyo distinto. Por esto los musulmanes esperamos este mes bendito con alegría, expectación e incluso con ansias, bajo el conocimiento de los regalos que con él llegan, pues si bien es cierto que el ayuno en los primeros años de Islam plantea un cierto grado de dificultad y esfuerzo −compensados por la frescura, la fuerza y el entusiasmo propio de ellos−, al correr los años en el Din, nuestro saboreo se va incrementando con la apertura del corazón a los significados que se van abriendo en él. Por ello, si el Din del Islam se trata de un conjunto de prácticas de purificación y recuerdo y de un encuentro con la existencia y la Divinidad, bajo la comprensión de su unidad, el mes de Ramadán, después del salat y –necesariamente− junto a él, es la ocasión para este encuentro, y una misericordia que incluye a quienes nos cuesta ayunar de modo voluntario durante el resto del año. De esta manera, los musulmanes nos encontramos llevando a cabo uno de los pilares de nuestra práctica de adoración de manera conjunta, y experimentando un mundo de percepciones cuyo paralelo podría hacerse con el sumergirse individual y colectivamente en una atmósfera distinta durante treinta días, en los que se experimenta la situación vital de un modo diferente, cual si fuésemos emisiones de luz de unas bombillas a las que se les baja el voltaje, con la diferencia de que es la situación de emisión-recepción la que se ve modificada, situación en la que se produce un estado en el que estando en la existencia es como si la percibiéramos parcialmente ‘desdoblados’, es decir, por un lado como nunca intensamente volcados en las situaciones, y por otro, como en un estado de desprendimiento y contemplación de todo aquello que vivimos. Es aquí donde cabe un sinfín de descubrimientos, desvelamientos y percepciones del Real en la realidad y los regalos que todo ello conlleva, en cuanto a palpar con mayor nitidez y de un modo más directo el valor y el significado de las cosas y la existencia, de la vida con la muerte, de la temporalidad, de lo único que es cada instante, de la univocidad de este viaje en el que estamos, y de lo cierto de su destino y el encuentro con nuestro Señor, y de que el conocimiento no es una propiedad sino una experiencia otorgada por el Dador de favores, y que encima de todo conocedor está un Conocedor Inmenso, y es Él Quien Sabe más.
Frase destacada: El deleite del ayuno es palpar la cercanía del Cercano