Su maestro, el también andaluz, de Jimena de la frontera, Ibn Ashir de Salé, pronunció estas palabras sobre él: “Ibn Abbad es la comunidad él solo”, y con esto anticipaba el significado futuro de su discípulo.
Todo Fez se conmocionó. Conforme la noticia de la muerte de Ibn Abbad se extendía por la ciudad, las gentes abandonaban sus barrios y quehaceres para sumarse al sepelio de este sabio andaluz de vida sencilla y humilde. A la cabeza del cortejo iba el sultán y los principales de la ciudad. El pueblo vivió con exaltación este momento, intentando por todos los medios tocar la parihuela donde este servidor del Altísimo era conducido al cementerio ubicado al otro lado de Bab Fetouh, una de las puertas de la muralla nueva de Fez.
Nació en la ciudad de Ronda (733/1330), hoy provincia de Málaga, donde residió hasta los nueve años. Su padre, Abu Ishaq Ibrahim, le transmitió el Corán, que había memorizado a los siete años. Su tío Abdellah Al-Farisi le enseñó gramática árabe. Ellos se ocuparon de que recibiese una educación esmerada en su infancia y juventud, tanto en Ronda como en Tlemecén y Fez.
Siendo ya un adulto bien formado, abandonó Fez durante algunos años para entregarse al conocimiento y la vida de retiro, de la mano del maestro Ibn Ashir, en Salé. Permaneció en su compañía hasta la muerte de este; habiendo sido objeto de un trato elevado y próximo por parte de su maestro desde que lo vio por primera vez.
Volvió a Fez, donde residió hasta su muerte, ejerciendo durante quince años de Imam Jatib de la Qarawiyin por nombramiento directo del sultán Abul Abbas en 1375.
Fue un hombre que despertaba amor en su entorno. La puerta de su casa se llenaba de niños esperando que saliese para verle y besarle la mano, también los grandes de la ciudad buscaban su consejo y compañía.
Rechazaba cualquier tipo de gesto de deferencia y distinción del que era objeto por parte de la gente ilustre y se ruborizaba si alguien le pedía que hiciera suplicas por él.
Vivió una vida sencilla. Se ocupó de las tareas domésticas y del cuidado de su ropa. En la intimidad vestía una túnica de remiendos que él mismo había cosido, aunque se cubría con otras, verdes o blancas, cuando salía a la calle para no llamar la atención y al mismo tiempo estar a la altura de la dignidad que le había concedido el sultán.
Alguien mencionó que alguna vez estuvo casado, solo por cumplir con la sunna, aunque no hay certeza de ello. Su gran pasión fueron los perfumes, que era el único lujo que se permitía.
Dedicaba su tiempo al estudio y la enseñanza, siendo muy difícil encontrarlo en reuniones de cualquier tipo. De modo que la gente que le necesitaba solía encontrarse con él siempre en soledad. Su consejo era muy preciado por todos, pues su parcialidad y mirada, puesta en la eternidad, hizo de Ar-Rundi un guía para mucha gente en sus vidas.
Sus jutbas se conservaron con mucho aprecio y se leyeron en las mezquitas durante siglos con motivo de ocasiones especiales. Al Maqqari consigna haber oído un jutba de Ibn Abbad en Marraqech el día del Maulud, nacimiento del Profeta, la paz de Allah con él, en 1601.
Al Xatibi, a raíz de una polémica surgida en el reino de Granada sobre la necesidad de tener un sheij vivo como medio de avanzar en la ciencia de los estados y conocimiento divino, o que esto se podía encontrar en los libros de Tasawuf, le hizo una consulta, a la cual respondió por escrito afirmando esta necesidad. Su obra y persona fue muy conocida y respetada en el último siglo y medio del Islam andalusí. De esta forma trascendió a los moriscos que se quedaron en la península, pues hubo dos traducciones aljamiadas de su composición sobre Las suplicas según el orden de los hermosos nombres de Allah, texto que se ha recuperado recientemente y que en algún momento se atribuyó a Ibn al-Árabi de Murcia.
Poco más de veinte años habían transcurrido desde la muerte de Ibn Atail-lah Al Iskandari, que Allah este complacido con él, cuando nació Ibn Abbad y algo más de cincuenta cuando el sabio rondeño realizó sus famosos comentarios a los aforismos del sufí de Alejandría, Al-Hikam, vertiendo en ellos el conocimiento que había heredado y la iluminación que Allah había puesto en su corazón.
El sheij de la Shadilíafasí, Ahmad Al Zarruq, le dedica gran parte de su introducción al comentario de Al-Hikam al ponderar el significado de Ibn Abbad en la tariqa,y nuestro noble maestro, el alim Ahmad Ibn Ayiba de Tetuán, en 1809, después de haber leído el comentario de Ibn Abbad dijo: “Abandoné las ciencias formales y me consagré a la devoción, el recuerdo de Allah y la oración sobre el Profeta, la paz y las bendiciones de Allah sobre él.
Había trascurrido cuatrocientos años y la vida de su comentario poseía la fuerza primigenia para producir este efecto en un hombre tan insigne.
Desde su profunda sabiduría, Ibn Abbad Ar-Rundi abrió el corazón de los ulemas de su época, gente tradicionalmente encontrada con el Tasawuf, haciendo que los Hikam de Ibn Atail-lah se introdujeran en los estudios de la Qarawiyin, formando parte de los estudios formales como materia general. Este hecho es una de las bases que hicieron del Islam de Marruecos un modelo de integridad en las tres ciencias del Din: Fiq, Aqida y Tasawuf.
Modelo que en el siglo XVII expuso Abdel Wahid Ibn Ashir Al Ansari, en su famosa composición Al Murshid al-Muin; siendo este el texto más memorizado en la historia de Marruecos después del Corán. Integra el Fiq malikí, la Aqida ashari, y el Tasawuf shadili-yunaidi, al que Ibn Abbad había dedicado su vida y corazón.
Más de seis siglos de Islam en Marruecos iluminados por la ciencia más elevada, aquella que diluye la dureza de las ciencias de las formas con la dulzura del agua del conocimiento Divino. Que Allah esté complacido con él.
Cuando le llegó el momento de su muerte (792/1390), apoyó la cabeza en el regazo de un discípulo y empezó a recitar el Ayat Al-Qursi. Cuando llegó a las palabras “el Viviente, el Eterno”, continuó repitiendo: “¡Oh Allah! ¡Oh Viviente! ¡Oh Eterno!”. Alguien presente le llamó por su nombre y recitó los versículos que seguían, pero el continuó: “¡Oh Allah! ¡Oh Viviente! ¡Oh Eterno!”.
Como buen creyente, antes de morir, legó una gran suma de dinero, que había enterrado en la cabecera de su cama, para comprar un terreno y establecer un habús de ayuda a la mezquita. La cantidad se ajustaba a todos los pagos que había recibido del sultán durante los quince años como Imam Jatib. Al-Sakkak nos transmitió este verso compuesto por Ibn Abbad y que habla por sí mismo del ideal de belleza de su autor:
“El Hombre no adquiere la nobleza si antes no compara el barro de esta tierra con la eternidad”.