Cogimos el barco en Algeciras excitados y contentos; en tan solo un par de horas íbamos a pisar África por primera vez.
A mediados de los setenta cruzar el Estrecho aún tenía visos de aventura. En el barco viajaban también marroquíes y un grupo de jóvenes del norte de Europa dispuestos a adentrarse en el desierto. Llevaban un todoterreno bien equipado, botas, pantalones con muchos bolsillos y miraban todo a través de sus cámaras fotográficas con grandes teleobjetivos. Me hicieron pensar que eran la avanzadilla de un ejército moderno.
Pronto se delineó en el horizonte el continente que nos prometía lo desconocido. Y no nos decepcionó. Nos cautivaron los paisajes suaves por los que nos llevaba una carretera bordeada de adelfas en la que personajes insólitos, como salidos de la nada, aparecían detrás de las curvas. Hombres enjutos conduciendo unos asnos pequeñísimos cargados hasta lo imposible, niños que nos llamaban la atención desde la cuneta agitando sus bracitos para vendernos cestitas de madroños, señoras con grandes sombreros de paja y ropas coloridas que cruzaban las lomas con niños colgados en la espalda.
Los olores, el suave susurro de sus callejuelas y las abejas revoloteando encima de los vasos de té con menta solo añadieron encanto a nuestra experiencia.
Nuestra mirada se fue agudizando a medida que nuestra prisa europea se iba diluyendo. Estar, sentir, ver, oler fueron ocupando un espacio dentro de nosotros hasta entonces desconocido.
Nos hospedamos en una casa andalusí, con su gran patio central que hacía las veces de comedor y salón de reuniones. Mohammed, tras comprarla, la había convertido en un hotel sencillo y acogedor.
Cada mañana nos despertaban unas voces de niños que cantaban a coro con ritmo acompasado. Un día me dejé guiar por el sonido y acabé sentada en los escalones de una casa grande que tenía un cartel escrito en árabe en la puerta. Repetí aquella visita con frecuencia, aquel sonido tenía la virtud de calmar mi espíritu y parar mi pensamiento. Después, arropada por aquella calma interior, paseaba por las calles y las imágenes cobraban un sentido diferente. ¿Qué era lo que hacía que esas ancianas sentadas en la calle vendiendo manojos de yerbabuena tuvieran la mirada serena? No poseían nada de lo que en mi sociedad era importante para sentirse bien. Me venían a la mente las ancianas de mi tierra, con sus abrigos de pieles y sus mandíbulas tensas.
¿Qué hacía el portero del hotel por las noches postrándose y levantándose, durante mucho rato, encima de una alfombrilla? Tras concluir lo que hacía discretamente apartado en el rincón de la puerta, nos saludaba con una sonrisa afable. Y ese saludo, siempre, nos hacía mantenernos en silencio durante mucho rato.
Volvimos una y otra vez a aquel lugar, simplemente a gozar del profundo descanso que nos proporcionaba.
Uno de nosotros, que había visto unas imágenes de la Peregrinación a Meca, le dijo a Mohammed que él quería ir allí. Entre risas le respondió escuetamente que eso era solo para musulmanes.
−“Pues yo quiero ir. ¿Cómo se hace uno musulmán?”.
−“No sé explicártelo, además, no hablo bien tu idioma”.
Una mañana Mohammed se nos acercó muy sonriente para decirnos:
−“Acaban de inscribirse en el hotel unos musulmanes españoles, ¿queréis que os los presente? Seguro que ellos van a poder responder a lo que me preguntabais”.
Eran tres hombres jóvenes. Formaban parte de una pequeña comunidad de españoles que habían aceptado Islam. Tenían un maestro, Shaij Abdel Qader as-Sufi.
Esa noche, mientras tomábamos té en la azotea del hotel, nos cantaron qasidas del Diwan de Shaij Mohammed ibn al-Habib.
Sus visitas a nuestra casa en Sevilla se hicieron habituales. Fueron trayendo a otros jóvenes de su grupo y esas veladas atrajeron a muchos de nuestros amigos. Pasamos noches debatiendo y frecuentemente la lógica nos llevaba a subir el tono. Algunos días cantaban mientras les escuchábamos en silencio. O nos invitaban a hacer las abluciones y a unirnos en sus oraciones.
Se entabló una dura batalla entre el raciocinio en el que estábamos educados y el despertar de los sentidos que se había producido y nos hablaba de nuestra conexión con la existencia.
Y poco a poco, cada uno en su tiempo, fuimos haciendo Shahada.
Luego nos fuimos rencontrando, como europeos, inmersos en nuestra cultura. Eso sí, con nuevos instrumentos para entenderla en sus logros y desastres, y para vivir surfeándola.