La presidencia de Muhammad Mursi llegó a su fin por su fracaso para activar la debilitada economía de Egipto tras un año en el cargo. Pero nadie dijo que cambiar la economía de Egipto, basada en la ayuda internacional y las inversiones extranjeras, en el contexto de una crisis económica global y tras una revolución, fuese a ser tarea fácil. De cualquier manera, para él y para los Hermanos Musulmanes, esta ha sido la principal razón de su deposición, ilustrando hasta que medida las economías más débiles de todo el hemisferio sur siguen existiendo a merced de instituciones mundiales como el FMI.
La economía egipcia bajo la dictadura de Mubarak dependía en gran medida del turismo, que, como parte de un sector servicios que incluía el transporte, la banca y el comercio representaba alrededor del 50 por ciento del PIB en 2012. La agricultura representaba el 14,7 por ciento y la industria el 37,4 por ciento.
Mubarak había llevado acabo agresivas reformas para hacer del país un sitio atractivo para las inversiones extranjeras durante la primera década del siglo XXI. Pero la industria turística de Egipto estaba supeditada al mantenimiento de la estabilidad y la seguridad en el país árabe más importante y poblada de la región –una región percibida comúnmente por carecer de ambos–. El corolario de esto, por supuesto, era que la estabilidad y la seguridad de Egipto bajo Mubarak eran el producto de largas décadas de dictadura brutal en que la disidencia fue aplastada sin piedad y la tortura era común. El papel de las potencias occidentales y las empresas para apuntalar la dictadura fue la clave de su capacidad para sobrevivir durante tanto tiempo; otro ejemplo de la hipocresía de los llamados defensores de la democracia liberal.
Por en el momento en el que Mursi llegó al poder como primer presidente democráticamente elegido de la nación, Egipto había experimentado una drástica caída en la inversión extranjera y los ingresos por turismo, lo que conllevaba a una caída del 60% en las reservas de divisas, una caída del 3% en el crecimiento y un rápida devaluación de la moneda egipcia. Todo esto dio lugar a una rápida escalada en los precios de los alimentos, incremento en el desempleo y la escasez de combustible y gas para cocinar.
Con el fin de detener la caída hacia el colapso económico total, Mursi necesitaba obtener préstamos y fuentes de inversión con urgencia. Su primera escala fue el FMI, que había estado negociando una solicitud de préstamo de tres mil doscientos millones con el régimen anterior antes de que fuera barrido del poder en 2011. Mursi quería que este préstamo ascendiese a cuatro mil ochocientos millones de dólares. Sin embargo el FMI condicionaba la concesión de dicho préstamo a los recortes de gastos, específicamente en los subsidios a los alimentos y el combustible para los pobres, que todavía representaba un 3% del PIB de Egipto. Además, el gran sector estatal de Egipto -que absorbe un 40% del PIB- también estaba en la mira del FMI, una institución cuya panaceas neoliberales han causado estragos en todo el Sur Global desde 1970, algo documentado con elocuencia por la periodista canadiense Naomi Klein en su trabajo incomparable ‘The Shock Doctrine’.
Mursi y la Hermandad Musulmana -un presidente y una organización identificados con las necesidades de los pobres- se negaron a aprobar recortes que empeoraran su situación, aunque sin duda también en previsión de una erupción del cólera en todo el país si lo hiciesen. Por lo tanto el préstamo del FMI se paralizó y Mursi se vio obligado a probar en otros lugares. Sus solicitudes de préstamos a Alemania y Rusia fueron rechazadas, lo que dejó a los aliados regionales de Egipto como la única fuente de unos fondos que se necesitaban desesperadamente.
Qatar y Arabia Saudita le prestaron alrededor de tres mil millones de dólares cada uno durante el año de su presidencia; Turquía prestó mil millones de dólares, y Libia dos mil millones, mientras que Washington mantuvo su subvención anual para el país de mil quinientos millones, gran parte del cual va a los militares en un acuerdo en el que Mursi, por razones tácticas de tratar de mantener a los generales conciliados, no interfirió.
Pero esto no fue suficiente para detener la creciente crisis. La moneda de Egipto había caído un 12% frente al dólar desde diciembre de 2012, lo que hizo que la importación de trigo, fertilizantes, combustible y comida para los animales, de la que el país depende, fuese más cara. El resultado fue un aumento en los precios de los alimentos y una contracción en el consumo de todo, excepto los alimentos y las necesidades básicas, en un país en el que más del 43% vive en la pobreza. El Banco Central de Egipto había confiado en sus reservas de divisas para tapar los huecos en la economía desde la era Mubarak, pero estos se habían reducido en un 60% desde la revolución y esto fue descartado. Con un desempleo oficialmente tasado en poco más del 13%, pero se sabe que cercano al 20%, incluyendo que el 82% de estos eran jóvenes de entre 15 y 29 años, la crisis económica de Egipto se había convertido en una bomba de relojería social y política.
Esta explotó el 30 de junio con el inicio de las protestas masivas, conduciendo al golpe militar que depuso a Mursi a los pocos días.
El caso es que los acontecimientos en Egipto han de entenderse en el contexto de una crisis económica mundial que ha afectado, particularmente, a los países del Sur Global. Se trata de sociedades en las que la pobreza es endémica y donde existen millones que sobreviven día a día. Las protestas masivas en Turquía y Brasil son parte de la misma crisis del neoliberalismo –un modelo económico que ya no es sostenible–. El crimen de Morsi con respecto a la economía de Egipto no fue tanto la mala gestión como su negativa a aplicar las medidas de austeridad al principio de su presidencia, según lo prescrito por el FMI y la comunidad internacional y de lo que dependía el subsidio del FMI, a los pobres de Egipto.
Hay informes que dicen que, hacia el final de su tiempo en el cargo, Mursi había estado a punto de emprender nuevas negociaciones con el FMI y pudo haber estado dispuesto a acceder a sus demandas de reducción del gasto. Pero si es así ya era demasiado tarde, ya que para entonces muchos de sus seguidores le habían abandonado, a él y a los Hermanos Musulmanes, a su suerte.
La ironía es que, a pesar de que el gobierno de Mursi había intentado proteger a los pobres de Egipto de las exigencias de austeridad del FMI, los factores económicos mundiales se aseguraron de que su situación –debido al aumento de los precios, la escasez y la creciente pobreza– fuese constantemente a peor bajo su liderazgo.
En resumen, la lección a aprender del destino sufrido por la presidencia de Muhammad Mursi es antigua, y articulada nada menos que por Napoleón Bonaparte más de dos siglos antes: “Cuando un gobierno depende del dinero de los banqueros, son ellos, y nos los líderes del gobierno, los que controlan la situación” .
John Wight, fuente: http://www.huffingtonpost.co.uk/john-wight/mohammed-morsi-imf_b_3560144.html