En el momento de escribir esto, el antes presidente de Egipto, Mohammed Mursi, languidece en alguna prisión acolchada y el mundo –o al menos una parte de él al que aún le importa algo– mira confundida por el objetivo cada vez más incierto de una ola de revoluciones que se ha vuelto sobre sí misma, como las olas del mar en una cueva, y se ha convertido en un remolino peligroso.
Cuando Hosni Mubarak fue derrocado finalmente de su tóxico trono, incapaz de encontrar la voluntad, o el apoyo, de sus supuestos amigos internacionales (principalmente los hipócritas EE. UU. y el serpentino Israel) para resistir una oleada orgánica de enfado de su incurablemente frustrada nación, casi todos nosotros nos creímos la asunción de cuento de hadas de Hollywood que sus sucesores serían héroes de corte limpio. Asumimos, principalmente (o entornamos los ojos y deseamos), que un delicioso manjar de verdad, justicia, resucitar económico y energía social sería servido sobre la gastada y arañada mesa de Egipto.
En lugar de esto, después de un periodo demasiado largo en el que el ejército mantuvo algo de popularidad, vimos a los egipcios, desacostumbrados a las elecciones, intentando elegir entre candidatos que estaban igualmente incapacitados para el proceso. Recuerdo que los egipcios con los que hablé entonces estaban sobre todo confundidos. Algunas líneas obvias de alianza aparecieron. El concurso se convirtió en algo así como un acto de fe ciega coloreado con extractos casi al azar de las agendas de los diferentes participantes.
Probablemente había tan solo dos grupos claros entre el hirviente estofado revolucionario. Primero, y de forma más obvia, estaban los incondicionales de los Ikhwan Al-Muslimin (los Hermanos Musulmanes) quienes automáticamente hicieron campaña por su hombre, a pesar de que “su hombre” cambiara de cara a mitad del proceso cuando los tribunales prohibieron el primer candidato de los Hermanos aspirar al puesto en base a algunos errores pasados.
El otro grupo eran los cristianos coptos, la numéricamente derrotada pero tradicionalmente bien conectada secta que naturalmente teme cualquier tendencia islámica en el gobierno. Los coptos son apoyados internacionalmente por un vago espectro de otros cristianos nominales, pero saben que ese apoyo contaría poco en las calles.
Fuera de estos dos extremos la gran mayoría de los egipcios jugueteaba con decisiones poco claras, y su elección final se parecía más al resultado de una moneda lanzada por una escalera de piedra que al argumento de una conclusión razonada.
Pero, de cualquier manera, se reunieron detrás del nuevo presidente Mursi, principalmente bajo el argumento de que, si realmente lo habían elegido, eso, en sí mismo, debía de estar bien. Occidente les había dicho, hasta la saciedad, que la democracia es la solución para todo excepto para el resfriado común y los dolores de pies. Así que se lo creyeron.
Y por un tiempo el tipo nuevo hizo los suficientes buenos movimientos (como despedir al odioso jefe del ejército, Tantawi, quien había mostrado demasiados signos de haberle gustado su tiempo en el podio), dio discursos sensibles y reunió palabras amables de líderes extranjeros que albergaron esperanzas de que un Egipto renovado podía ser la base de la regeneración y estabilidad del mundo árabe.
Y después poco a poco todo se volvió amargo. Mursi siempre había sido un peón de los Ikhwan en vez de una personalidad real y cada vez más sus acciones no eran más que la manifestación de su partido flexionando sus músculos después de décadas de restricción. Y cuando la visión muy errónea de los Ikhwan sobre la política en el Islam se hizo clara, esos mismos egipcios que les habían dado el beneficio de la duda en una competición donde se habían presentado a sí mismos como el antídoto a la sordidez de Mubarak, rápidamente retiraron su aprobación. Lo que nos lleva al momento presente. La revolución prendió otra vez, otro gobernante impopular fue echado y… ¿y ahora qué? Hasta ahora mantenemos el aliento esperando que Egipto sea inmune a una guerra civil declarada. Ciertamente no será como Libia. ¿Puede que sea como Siria? No. Las facciones sociales son diferentes y la posición del ejército muy diferente a la de una simple dictadura en otro sitio.
En este momento los peligros están claros. Una minoría muy grande y apasionada de egipcios musulmanes practicantes se han alineado erróneamente tras Mursi bajo la simple premisa de que él es, o era, la figura política musulmana palpable. Han adoptado el manto de mártires por el Islam y piensan que, al pedir su reinstauración, están luchando el jihad a la vez que se oponen a un golpe militar; y en esto último por supuesto que tienen algo de razón. Y tras este grupo hay extranjeros que esperaban beneficiarse de un Egipto con una inclinación islámica radical y con el músculo para intervenir en alguno de sus propios asuntos (incluyendo, notablemente, a Hamas).
Contra ellos hay alineada una población muy poco cohesionada pero igualmente decidida que consiste en liberales, conservadores sociales y económicos, partidarios de un régimen secular, musulmanes a los que nos les gustan las verdaderas metas de los Ikhwan, coptos y una amalgama de diferentes intereses extranjeros tan diversa y contraria como para no tener ningún sentido.
El drama se desarrolla semana por semana y este artículo busca solo resumir algunos de los eventos claves más recientes que han llevado al reciente estado de caos. Lo único de lo que debes de estar seguro es: no te creas la versión simplificada de los telediarios. En esta película no hay “tipos buenos”.