El consejo de ministros de España aprobó en febrero de este año un anteproyecto de ley en virtud de la cual se dará nacionalidad española a los descendientes de los judíos expulsados de España el año 1492. De este anteproyecto nos enteramos en Latinoamérica a través de una llamativa noticia cuyo encabezado decía: “Si su apellido aparece en esta lista, usted podrá pedir la nacionalidad española”, acompañado de un breve comentario y una lista con 5.200 apellidos de origen supuestamente sefardí, entre ellos los apellidos más corrientes de toda América Latina, desde Acevedo, Acosta o Aguayo, hasta Zabaleta Zambrano o Zúñiga, pasando por todos los apellidos con nombre de ciudad o de árbol, y hasta los patronímicos, aquellos con terminación ‘ez’, que antiguamente indicaban ‘hijo de’, y que nos habían enseñado que podían tener origen en algún ancestro morisco, gitano o sefardí, aunque el patronímico era un modo común de identificar a las personas en la Península Ibérica y en las culturas tradicionales, a lo que hay que añadir el caso de los indígenas de América que recibieron el apellido (perdiendo el suyo propio) de la persona a la que asignaron las tierras que ellos habitaban, a las que de ese modo quedaron atados como fuerza productiva de la hacienda colonial. Pero al genocidio indoamericano y al posterior mestizaje con el español, se sumó además el aporte africano desembarcado en América como mano de obra esclava, a pesar de lo cual no son estos grupos los que exigen hoy una “reparación”, lo que da pie a algunas interesantes preguntas, puesto que tan sólo la insinuación de plantear opciones de reparación económica a los descendientes de esclavos (como las ha pagado Alemania durante 92 años por la I Guerra) se encontró en Francia con un ‘no’ tan rotundo como las leyes que penalizan la investigación, revisión o discusión de cierta “memoria histórica” −que de ese modo se ha convertido en un dogma histórico legislativamente blindado−.
Una pregunta, quizás la más pertinente, es qué particulariza a un colectivo que a lo largo de cinco siglos ha mantenido una identidad diferenciada a pesar de haber emigrado y habitado espacios tan diversos durante tanto tiempo. Si la identidad se fundamenta en prácticas religiosas, llama la atención el gran porcentaje de judíos que se autodefinen ateos o agnósticos y aún se sienten vinculados a una identidad particular. Por otra parte, ¿puede haber aún en España grupos étnicos reconocibles como tales? Por ejemplo, ¿tendría sentido que dentro de ella algún colectivo reivindicara su origen griego, latino, ibérico, visigodo, suevo, alano, vándalo o bereber? Ya no estamos hablando siquiera de comunidades territoriales como los catalanes, vascos o gallegos, sino de grupos dispersos y asimilados, por lo que fuera de una comunidad de creencias −que no es racial ni transmisible por el apellido−, el único sentido de pertenencia que, valga la redundancia, tendría aún sentido, es el de la lengua y el territorio. Y si se trata de fundamentar la identidad en cuestiones étnicas, este colectivo menos que ninguno está exento de mezclas y por tanto de un innumerable cruce de apellidos de los que siempre queda uno y se pierde otro, difuminándose la base “étnica”.
En cualquier caso, dada la lista de 5.200 apellidos de origen supuestamente sefardí publicada en algunos medios, la única posibilidad de que alguno de ellos no apareciera en el árbol genealógico de cualquier familia latinoamericana era únicamente no incluir apellidos indígenas –que por cicateros no pusieron también en la lista, puesto que en ella encontrábamos apellidos que siempre habíamos tenido por vascos, y hasta algunos como Abdallah o Abdelnour, que claramente indican un ancestro musulmán antes que judío−. Pero lo más curioso es que posteriormente la lista fue desmentida y tachada de “no oficial”, cuando no directamente de “falsa”, lo que no atenúa la diligencia con que fue publicada en varios portales de internet, además de esos singulares periódicos gratuitos que han surgido en la última década, y significativamente en varios lugares del mundo a la vez, como 20 minutos o metro; y en lugar de la lista, los links de esas publicaciones se redireccionaban a una lista muy distinta, esta vez respaldada por rabinos, en la que se podían ver apellidos bastante menos usuales. Y sin embargo la sensación que dejaba el incidente es la misma que la del montaje en el que unos marroquíes fueron detenidos en España y acusados de terrorismo, mostrándose una bolsa con detergente, controles remotos y, cómo no, un Corán, como “pruebas”, siendo liberados sin cargo a los pocos días, si bien esto último no aparecía en las portadas como la noticia de su detención. Procedimientos orwellianos archi-utilizados por los que dos más dos es igual a cinco si es suficientemente repetido. De modo que la mencionada lista fue uno de los varios recursos con que en América se viene intentando producir la identificación por parte del mundo latino (un volumen de gente considerable) con el imaginario de una comunidad que a estas alturas si no es una comunidad de prácticas es sólo un imaginario, buscándose instalar en el “inconsciente colectivo” (y hoy más que nunca si se trata de colectivo se trata de inconsciente) el lema tácito de “todos somos judíos…”. Intento que por lo demás no es nuevo, y que se viene empujando hace varios años desde ciertos círculos evangélicos, sobre todo, desde aquellos emergidos en los EE. UU.
Esta búsqueda de adhesión hacia “nuestros ancestros sefardíes” viene curiosamente aderezada con una solapada denostación de Islam, cuando no es sórdida y abierta (como en el caso de los mencionados grupos neo-cristianos); y por parte de los judíos, de ingredientes difíciles de asimilar, como la consabida pretensión de estar por encima del resto del género humano, con la constante reivindicación de que los más prominentes hombres de todos los tiempos pertenecen a su comunidad. De hecho, existen libros que recorren exhaustivamente los apellidos más connotados de Europa y su “claro origen judío”, al estilo del más recalcitrante libelo nazi, sólo que con intenciones diametralmente opuestas, de manera que podemos ver que ambos extremos de la dialéctica racista tienen en común una pretensión de supremacía, de la que deducen, asimismo, que un agravio infringido a ellos está en un nivel distinto al de cualquier ultraje cometido contra otros. Y dado que esto lo asumen y pretenden hacerlo asumir al resto del mundo, les pasa desapercibido lo que nos salta a la vista a otros: que en una época en que se desintegran sociedades enteras por los malabares de la mal llamada “economía” −y que en realidad se trata de un mecanismo liberador de espacio a los filibusteros que tratan al mundo como un casino de apuestas−, dejando sociedades arruinadas y masas de gente que se desplazan porque no encuentran modo de sustentarse en su propio país; en una época en que los conflictos se multiplican y robots no tripulados a diario asesinan seres humanos impunemente en el borde exterior de esta pretendida y moribunda “sociedad democrática occidental”…, en esta época, ellos claman por reparaciones varias, una de las cuales es esta “ley de reparación” por sucesos de hace más de 500 años, y que en estas circunstancias, está teñida por los círculos de poder que la exigen y la hacen posible, por sus pretensiones y omisiones. Dado este escenario, contrastan ostensiblemente posturas como la de Finkelstein, cuyos padres estuvieron en los campos de concentración (su padre en Aushwitz y su madre en Majdanek), y quien habiendo perdido a numerosos miembros de su familia en ellos, dijo a una mujer israelí que sollozaba porque en una conferencia él se había referido a las políticas contra los palestinos como “nazis”: “No me gustan y no respeto las lágrimas de cocodrilo […] Si tuvieras un corazón dentro de ti, estarías llorando por los palestinos”.