Las uvas del vecino

Jalid Nieto

Sevilla

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Vivo en una tierra con muchas historias ignoradas. Las más importantes son las que suceden y sucedieron entre las gentes de este lugar.

La que hoy relato puede ser una de esas que podían estar enterradas en el olvido,  aunque perviviese en el agradecimiento.

La destrucción de la vecindad como hecho social ha sido un fenómeno ampliamente analizado como consecuencia de la aplicación de los principios del urbanismo capitalista, que clasifica los espacios y hábitats según la capacidad adquisitiva de los individuos que pretenden adquirir una vivienda.

El movimiento vecinal jugó un importante papel en la sociedad del final de la era de Franco. Los barrios periféricos de las grandes ciudades, entre los años 70 y 80 del siglo pasado, fueron una escuela de aprendizaje social para los vecinos que querían mejorar sus condiciones de vida; sobre todo, en lo que se refiere a dotaciones sociales e infraestructuras. Pero este referente ha sido engullido por la maquinaría de destrucción económica y de las relaciones sociales: política y bancos.

Aparecen no obstante brotes en los movimientos anti-desahucios, donde el papel de la vecindad  está siendo vital para frenar la voracidad exterminadora de la banca.

Pero salvando estas acciones puntuales, cuando queremos referirnos a nuestras experiencias como vecinos, generalmente nos refugiamos en nuestros recuerdos. Buscamos referentes en nuestra infancia o nuestro pueblo. Rememoramos las tertulias de verano en las puertas de las casas, donde los vecinos formaban corros para tomar el fresco y contar historias; la ayuda precisa cuando faltaba algo en la cocina; las entradas  y salidas de las casas de nuestros vecinos más próximos como si fuera la nuestra, y, sobre todo, esa proximidad verdadera que comparte buenos y malos momentos y es solidaria en la dificultad.

Todo ello nos dejó un ideario sobre el significado de la vecindad, pero hay más. Hay algo que responde al mandato divino, lo sepamos o no lo sepamos, algo que es puesto en práctica por personas que no han perdido la genética social sana en su forma de vivir, gente que está ahí, sin llamar la atención, a nuestro lado.

En la relación con Antonio, nuestro vecino, un hombre de campo que cultiva una hermosa huerta junto a nuestra casa, todo ocurre de una manera natural; y lo que hace no es para darse importancia, ni creo que él mismo se la dé. Nos facilita la electricidad; por el pozo que compartimos, nos pasa cubos llenos de naranjas cuando las recoge en invierno; y, cuando recoge sus exquisitas patatas, también llegan a nuestra mesa. Pero lo de las uvas fue algo más.

Hace unos años observé que una hermosa parra había trepado por la malla metálica que separa mi casa de la suya. Era el mes de julio. Los racimos de uva comenzaban a pronunciarse con un verde intenso, macizo. Me dije: “Este invierno el vecino no ha podado la parra, y su cosecha se dispone hacia mi terreno, ¿qué haremos con ella?”. Pasó el tiempo y el calor denso del verano de Sevilla hizo madurar aquellos racimos que pendían de los sarmientos que habían invadido la valla sur de la casa. Llegaron a su mejor punto, y, aunque habíamos tomado algunas para probarlas, no nos atrevíamos a cogerlas sin su permiso.

Una mañana, después de saludarnos, le dije que si quería coger las uvas podía pasar a nuestra casa. Contestó como suele hacerlo, francamente, sin dar importancia a sus asuntos. Dijo: “El invierno pasado, cuando podé las parras, dejé esa como está para que disfrutarais del fruto en vuestra casa».

Mi corazón dio un vuelco; muchos significados se hicieron presentes, y la emoción casi me desborda. El regalo de mi vecino no era algo fortuito; casi nueve meses antes, cuando vio como esa parra crecía hacia el lado de mi linde, pensó en nosotros y dejó los sarmientos crecidos.

En su actitud no había ideología social, ni solidaridad en la dificultad. Este gesto me enseñaba cómo desear algo bueno  para otra persona, tu vecino,  porque es tu vecino.

Dijo el Mensajero de Allah, que Allah le bendiga y dé paz:

“Tanta era la insistencia de Yibril, la paz con él, en que hiciera el bien al vecino que llegué a pensar que me pediría asignar una porción de herencia al vecino” (Bujari y Muslim).

Aquella noche tomé un capazo lleno de racimos y los llevé a la reunión que hacemos todas las noches de los jueves en la mezquita, y en los postres todos probaron las uvas de Antonio y oyeron  esta historia que renovó nuestra esperanza.

 

 

 

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