Don Jaime o el ejercicio del poder

Pierre Drieu La Rochelle, escritor de L’homme à cheval.
Pierre Drieu La Rochelle, escritor de L’homme à cheval.

La fábula continúa.[i] Después de la muerte de Don Benito, el tirano, Don Jaime toma el poder con facilidad, con gran seriedad. Sin privar a sus ministros ni de un minuto de audiencia, recibe desde el principio a una cantidad increíble de solicitantes que llegan del fondo de las provincias, ya que pronto se extiende la fama de su simplicidad y de su bondad. Claro que detrás de su generosidad vela la astucia y con la misma facilidad que da también quita, ya que la bajeza de los antiguos partidarios de don Benito y la rapacidad de sus propios partidarios son lecciones que le enseñan pronto hasta qué punto los hombres se doblegan según las circunstancias.

Sus enemigos más peligrosos son los enemigos del pueblo, los propietarios, los grandes del país. El personaje que los representa en el fondo es una mujer muy hermosa, Camila. Después, la clase clerical encarnada por el padre jesuita Florida. Su tercer enemigo, ambiguo, intrigante, Don Benito el masón, representa a la clase media. El pueblo es manipulable, sólo puede ser protegido. Sus únicos aliados seguros son sus hombres, los jinetes del regimiento de Agreda. Una aliada también es Concepción, su amante, pero de mala cabeza, ya que su confesor es el jesuita Florida. Queda Felipe, su confidente y amigo, identificado con él, lo cual no deja de ser, a veces, un problema.

Las batallas de Don Jaime para ejercer, conservar y extender su poder han sido ya descritas por Maquiavelo. Son complicadas y sin embargo sencillas porque en el campo de liza sólo hay un jefe nato. Uno sólo, Don Jaime, ha recibido este atributo divino. Una carga solitaria.

Al principio, Don Jaime y Camila viven un amor. Pero las bodas de los humanos, nos dice el autor de esta metáfora del poder, sólo duran el tiempo de un relámpago. Luego, o al menos en este caso, se impone la realidad política. Su matrimonio podría conllevar la unión de los grandes propietarios con el pueblo, pero no es así. Camila pertenece a su casta. Don Felipe, a su destino. Como todo jefe nato, como Bolívar, como Bismarck, su proyecto es despertar a los indios, unir las repúblicas sudamericanas y rehacer el imperio inca. Esto no lo han de permitir sus enemigos. La guerra queda así declarada.

Los grandes propietarios, ayudados por los masones y por el padre Florida provocan una rebelión sangrienta de los indios, con ello intentan que un río de sangre separe a Don Felipe, obligado a reprimir la rebelión, del pueblo.

Sin embargo, el hecho es que la revuelta queda sofocada y el mal sembrado por los grandes es reparable. Sobre todo cuando detrás de la política hay un jefe fuerte y apasionado a quien sólo puede detener una mano homicida. Esto no lo han conseguido los grandes. Por otro lado, la sangre derramada, la destrucción de las propiedades perpetrada por los indios asusta de tal modo a los enemigos de Don Felipe que se ven obligados a ponerse de su lado. Nuestro jefe se abstiene de fusilarlos, puesto que otros como ellos tomarían su puesto, pero no les perdonará jamás.

El tiempo pasa. En pos de su proyecto imperial, Don Jaime declara la guerra a Chile y la pierde, pues Perú se alía con Chile. Sin embargo, el país no resiente las derrotas de Don Jaime, a quien sigue con fervor y de quien nunca se desentiende. A pesar de las intrigas siempre renacidas, su poder parece asegurado para el resto de su vida. Con todo, un día, acompañado por Jaime, emprende un viaje al lago Titicaca, situado al norte en la frontera con Perú.

Durante el viaje, en sus conversaciones con su confidente, Don Felipe le descubre a éste parte de sus pensamientos. López en Paraguay había sucumbido bajo la coalición de Argentina, Uruguay y Brasil. Rosas no había podido impedir la separación de Uruguay y Argentina. Los tiempos no estaban maduros, quizás no lo estarían nunca. Quizás él, como López y Rosas, como Napoleón y como Bismarck había llegado un siglo demasiado pronto. Las grandes acciones, las acciones imperiales se producirían sin duda más tarde.

El lago Titicaca es como el mar, un ojo que mira al cielo. Las tierras que lo rodean son extremas, como el Tíbet, lugar de las últimas exaltaciones del hombre, donde éste se ve más allá de sí mismo. En ellas, el hombre sólo puede preocuparse de lo divino. Un templo había sido levantado sobre sus rocas en un tiempo inmemorial, un templo ya en ruinas.

Don Jaime y Felipe cabalgan hasta estas ruinas, donde acampan y donde sienten que pueden finalmente abrazar contra su pecho uno de los grandes espacios sagrados de la maravillosa casa del mundo. Por primera vez, ante los ojos de Felipe, aparece un Don Jaime religioso, o mejor, Felipe comprende por primera vez que un gran jefe militar es siempre eminentemente religioso.

Don Jaime se encuentra físicamente en el lugar donde en realidad ha vivido siempre, y donde, hombre vencido, puede contemplar la victoria que no puede alcanzar. Es su casa, más allá de Perú y de su país, más allá de Camila y de Concepción.

La mujer ha desaparecido de su vida. Sólo queda en ella el dolor por haber fracasado en su misión. “Si hubiera conquistado Chile y Perú, dice, su capital se levantaría hoy aquí, en las riberas de este lago incomparable, y Titicaca significaría algo para los hombres. Y todas estas repúblicas serían más que las provincias encantadoras y frívolas que son, serían un imperio, algo que arranca a los hombres de sí mismos.”

Felipe, escuchándole, comprende que, sin embargo, a pesar de la derrota, Don Jaime no ha actuado inútilmente. La sangre derramada por él en las guerras revive la piedra de basalto del viejo templo. La forma de Don Jaime no se ha levantado en vano. Sólo queda precisar la forma del héroe. Es necesario que el rito vuelva a tomar lugar. Es necesario que la vida de Don Jaime y la suya propia se completen con la oración y el sacrificio.

El sacrificio que Felipe propone a Don Jaime es la inmolación de su caballo, la imagen propiamente dicha del atributo divino del poder sobre el que ha cabalgado como un centauro a través de su vida. Don Jaime acepta.

Una tarde, acompañado de Felipe y de sus hombres, Don Jaime conduce su caballo magnífico de guerra, un caballo entero denominado Bravo, a un patio interior del templo donde ha erigido una pira. Luego, después de abrazarlo, le clava el cuchillo en el cuello. Más tarde, el fuego consume el cuerpo del compañero de tantas batallas.

Cuando el fuego ha consumido por completo la carne abrasada, en medio del olor de la guerra, los hombres de Don Felipe se levantan uno a uno, le abrazan y se van, acabada la consumación de su gloria de guerreros.

Sólo quedan los dos amigos en el templo, donde envueltos en sus mantos, duermen junto a las cenizas de su doble destino. Al amanecer, Don Jaime comunica a Felipe lo que ha decidido. No volverá a su Palacio de Protector. Se propone, por el contrario, viajar en solitario hacia el norte, hacia las Amazonas. Desde niño ha soñado con estas regiones desconocidas, con lo desconocido, así se podrá decir que ha sido alguien que ha vivido sus escasos sueños.

Don Jaime se despide de su confidente y amigo: “He sido amado mucho y he amado mucho. He recibido mucha sangre y lágrimas, y también las he dado. Ahora debo dar todo lo que me queda.”

Ante los ojos de Felipe, el jinete parte a pie.


[i] Basada en Pierre Drieu La Rochelle, L’homme à cheval, Gallimard 1943.

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