Artista más grande que todos los artistas

Abdalbasir Ojembarrena

Ciudad del Cabo 

“En verdad, os ha llegado un Mensajero salido de vosotros mismos;

es penoso para él que sufráis ningún mal,

está empeñado en vosotros y con los creyentes es benévolo y compasivo.”

Corán, 9-128

Mientras Van Gogh esperaba el encuentro anhelado con Gauguin en la estación de Arles, pintaba un nuevo autorretrato que se sumaba a los veintitrés –por falta de dinero para tener modelos− pintados en París: una cara de color gris-rosa, de ojos verdes, de cabellos color ceniza, la frente arrugada; alrededor de la boca, rígida y como de madera, una barba muy roja, triste, de labios llenos; un blusón azul de tela basta y una paleta en la que había amarillo limón, rojo bermellón, verde Veronés y azul cobalto; la cabeza aparecía sobre el fondo de un muro agrisado, se parecía bastante a la cabeza de la muerte de los libros de Van Eden.

Según pasaban los días sin que Gauguin se decidiera a tomar el tren a Arles, pintaba un cuadro de su casa amarilla, con la puerta y las persianas verdes, a pleno sol, bajo un cielo azul profundo; la casa donde una habitación con un colchón recién comprado esperaba la llegada de Gauguin. Pintaba, a continuación, sin dejar de esperar la noticia de que Gauguin emprendía el viaje a Arles, un cuadro de un tema de Millet, un tema que Millet le había enseñado a amar, el tema del Sembrador, ante el que solo era apropiado el dicho: “Quítate los zapatos de los pies, pues el lugar en que estás es suelo sagrado”.

El trigo amarillo de El sembrador tenía un tono ocre con carmín, lo mismo que el cielo, casi tan claro como el sol. La blusa del sembrador, de azul; su pantalón, blanco. En el campo violeta, había muchas llamadas amarillas mezcladas con violeta; todo pintado sin preocuparse en absoluto por el color local del trigo y del campo en el que crecía el trigo, de los que le llegaban bocanadas de recuerdos de juventud en el campo, de aspiraciones de infinito, de las que el sembrador y las gavillas eran un símbolo; le llevaban a pensar en la figura de Jesús, un hombre, un profeta, sólo pintado bien por Rembrandt y Delacroix, los únicos capaces de expresar la figura que caminaba por el paisaje triste y asfixiante de la Biblia; los demás pintores eran risibles; los primitivos italianos, igual que Boticelli; los primitivos flamencos, Van Eyck; los alemanes, Cranach, no eran sino incrédulos, igual que Velázquez, tantos naturalistas. Entre tantos filósofos y magos, el Jesús de Rembrandt, el Jesús de Delacroix afirmaba la certeza de la vida eterna, el infinito del tiempo, la nada de la muerte, la necesidad y la  razón de ser de la serenidad y de la abnegación. Bajo el pincel de Rembrandt, de Delacroix, Jesús vivía serenamente, “como artista más grande que todos los artistas”, desdeñando el mármol, desdeñando la arcilla y los pigmentos de color. Bajo el pincel de Rembrandt y de Delacroix, Jesús trabajaba sólo con la carne viva; artista inefable y casi inconcebible, trabajaba con el material obtuso de los cerebros de los hombres, nerviosos y embrutecidos. No hacía con el material obtuso ni cuadros ni libros. Afirmaba altaneramente que no hacía ni cuadros ni libros, sino que hacía solo hombres vivos. No escribía libros con las palabras que prodigaba y sus palabras de gran señor eran una de las más altas cumbres alcanzadas por el arte, por la potencia creativa pura.

Frente a este arte, sólo pintado por Rembrandt y Delacroix, la vida de los pintores, vegetando bajo el yugo embrutecedor de las dificultades de un oficio casi impracticable en un planeta ingrato, pendientes de un hilo, puesto que el amor al arte podía hacer que se perdiese el amor verdadero, la vida de los pintores era humilde; puesto que sólo tenía el pintor humilde una esperanza, una salida de aquella vida bajo el yugo embrutecedor de las dificultades de un oficio casi impracticable, la esperanza de alcanzar una serenidad relativa; la esperanza de ver su existencia transformada por un fenómeno similar a la transformación del gusano en mariposa.

¡Qué hermoso el cuadro de Eugène Delacroix, La barca de Jesús sobre el mar! Una aureola rodeaba la cabeza del Jesús de Delacroix. Jesús, con su aureola de color limón pálido, dormía lleno de luz sobre la mancha violeta, azul oscuro, rojo sangre de los discípulos pasmados ante la majestad de la mar, ante la majestad de la vida, la mar esmeralda terrible que subía hasta lo alto del cuadro.

Delacroix y Rembrandt pintaban la figura de Jesús de un modo totalmente diferente que el resto de la pintura llamada religiosa; pintaban a Jesús de un modo que no se parecía en nada al de los demás pintores llamados religiosos. Rembrandt también pintaba ángeles. Uno de los autorretratos de Rembrandt no era Rembrandt en realidad, era un ángel: un hombre viejo, sin dientes, lleno de arrugas, tocado con un gorro de lana; en la boca del hombre viejo, que en realidad no era un viejo sino un ángel sobrenatural, bailaba la sonrisa de la Mona Lisa de Da Vinci.

Rembrandt y Delacroix forjaban la figura de Jesús igual que los herreros forjaban el hierro con fuego, puesto que, como el hierro cuando el fuego lo ponía blanco, trabajaban rápido para reducir la figura a su expresión esencial; la figura de un hombre que trabajaba sólo con la carne viva, que no hacía con el material obtuso de los cerebros de los hombres ni cuadros ni libros, sino sólo hombres vivos. Rembrandt y Delacroix forjaban la figura de Jesús envuelta en el espacio; la figura de un artista más grande que todos los artistas y, a la vez, elevada a su más alta expresión; forjaban la figura del hombre ordinario de cerebro obtuso, el ser misterioso salido, no se sabía cómo, del no ser y del más allá inefable del ser y no ser.

 

 

 

 

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